Es un rostro esporádico en la televisión local y una figura indeleble en el teatro peruano. Pronto cumplirá medio siglo dedicado a las artes escénicas como actor y director. En la PUCP lleva 15 años enseñando en la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación. Alberto Ísola solo puede ser llamado de una forma: maestro. En esta entrevista habla de su pasión por las tablas y explica por qué en el teatro no funciona el optimismo.
Por: Eduardo Prado
Portada: Paloma Briceño
A veces lo ves caminando por la facultad. Maletín en mano y pasos agigantados, apresurados, como quien llega tarde a una cita. Los lentes grandes, casi circulares, le dan la apariencia de un abuelo bonachón. Cuando pasa al lado de un grupo de chicos, las miradas son inevitables. Todos alguna vez lo hemos visto. Alberto Ísola tiene una figura imponente, pero su amabilidad termina por ser más grande. A pesar de que durante la semana dicta clases, estudia para su maestría, trabaja en proyectos colectivos y dirige una obra de teatro, ha encontrado un espacio para conversar sobre su vida y el teatro. Si acaso no son ya lo mismo. A sus 64 años, Ísola es una de las figuras más importantes sobre las tablas, y un guía para todo aquel que desea iniciar una vida en las artes escénicas. Sin embargo, cuando tenía 15, era un chico introvertido que se sentaba a leer solo en las bancas durante las horas de recreo. En vez de salir, prefería quedarse en casa escribiendo. Aún no entendía nada de teatro, pero el impulso creativo lo obligaba a plasmar lo que pasaba por su cabeza.
-¿Es verdad que quemaste los cuentos y poemas que escribiste cuando descubres el teatro?
-Los boté, los rompí. Me costaba mucho escribir, estar solo y concentrarme. Cuando descubrí que el teatro era escribir de otra manera, en el espacio, con gente, con música, con luz; me gustó mucho más, me pareció más cercano a mí. Además, creo que nunca escribí realmente nada que tenga que lamentar. He escrito, sin embargo, muchos ensayos y teoría. Me gusta mucho eso. A raíz de los cursos que he dictado en la PUCP sobre historia del teatro latinoamericano, peruano y contemporáneo, empecé a escribir varios textos para revistas.
-Llegaste al teatro a través de tu colegio…
-Yo soy un ejemplo de la importancia de que exista un curso de arte en el colegio. Llegó al Santa María un hermano marianista, Paul Forgash. Un día me vio leyendo y me dijo: “¿no quieres venir al club de teatro?” Yo no sabía nada, nunca había visto teatro, solo para niños. Y fui al ensayo y dije: esto es lo que quiero hacer el resto de mi vida. A veces he hecho más, otras veces menos, pero nunca he dejado el teatro.
-¿En ningún momento?
-No. Claro, uno siempre dice “lo voy a dejar”, te hartas. He tenido buenos y malos años, pero nunca he dejado de hacer teatro. Cuando yo entré a quinto de media, Paul Forgash se fue y me dijo: “ahora tú vas a dirigir la obra de fin de año”. Y la dirigí a los 16 años, fue un éxito. En el discurso final el director del colegio habló de mí como ejemplo. Me cambió literalmente la vida.
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Alberto Ísola recuerda que creció con el mejor cine. “Siempre he sido muy cinéfilo. En 1968 podías ver a directores como Luchino Visconti, Ingmar Bergman y Akira Kurosawa en las salas comerciales”. Como su apariencia lo hacía ver mayor, entraba con facilidad a cualquier tipo de proyección y durante los fines de semana podía meterse hasta a cuatro proyecciones. Esa pasión la disfrutó más durante la universidad, cuando salía del local en la Plaza Francia de la PUCP y empezaba su tour por la cartelera local. Aquellos dos años en Estudios Generales Letras, que su padre lo obligó a tomar si deseaba estudiar teatro, fueron fundamentales para su formación. “Tuve un grupo increíble de maestros. Estaban Luis Jaime Cisneros, Franklin Pease, Onorio Ferrero, José Antonio del Busto”. Luego viajó a Italia, donde estudió dos años en el Piccolo Teatro de Milán, y tres años después en el Drama Center de Londres. Se formó como director, pero los profesores le decían que debía dedicarse a la actuación.
-Eres más conocido como actor que como director.
-Sí, en parte también gracias a la televisión. Yo era un actor de teatro conocido y respetado cuando hice mi primera telenovela en el 1996.
-¿Cómo se llamó?
–La noche. Nunca había querido hacer televisión, no me interesaba. Entré porque se dio una situación familiar donde era necesario ganar más dinero. Mi muerte estaba programada para el capítulo 20. Al público le encantó nuestra historia y nos quedamos 160 capítulos. Al día siguiente que se transmitió el primer capítulo, salí a la calle y mi vida era otra.
-¿Te molestó que te identificaran en la calle?
-No, para nada. Nunca he sido un ídolo de adolescentes. No hubiera podido aguantar eso. Entré a la televisión a los 46 años. Era muy difícil que eso me pasara. En general, la gente siempre es muy amable, me gusta mucho conversar con ellos. Además, el teatro empezó a alcanzar más cobertura, veías a los actores de la televisión en el teatro y viceversa.
-Hay un sector del público que va a los teatros que es algo conservador. Supongo que te vieron con malos ojos.
-Por supuesto, hubo gente que me manifestó su decepción. Entonces dije: bueno, es un trabajo que yo hago de la misma manera que hago el otro; me preparo, busco y construyo un personaje. La tele te ofrece el gusto de poder llegar a más gente y la comprensión cabal de que es lo más desperdiciado del mundo. Tiene un poder enorme que solo lo sientes cuando estás adentro. Y, al mismo tiempo, te da la sensación de que lo estás desperdiciando. Yo no tengo ningún problema con las telenovelas, pero ¿por qué no apuntamos a más? No sé… Creo que la televisión en el Perú no tiene ningún futuro. Ese es mi balance hoy.
-¿Por qué ese círculo vicioso?
-Porque es un negocio. No tiene nada de malo que lo sea, pero la gente que maneja la televisión, con todo respeto, no tiene visión de futuro. Sacan un reality de concursos y luego hay seis. Es como si tuvieras una parcela y cultivaras lo mismo. Me da pena, pero siento que ya es parte de mi pasado. Ahorita, a menos que se dé una oportunidad de hacer algo distinto, veo muy difícil regresar a la tele.
-También has mencionado que tú regresabas a la televisión cada vez que “necesitabas hacer caja”.
-Principalmente he hecho televisión por eso. La única manera que yo podía hacer el teatro que realmente me interesaba era no tener que depender de la taquilla. Si fuera un actor que vive solamente de la taquilla, no podría vivir. Yo tengo la ventaja de que enseño. Pero a veces la televisión te da la posibilidad de juntar dinero y dedicarte a hacer obras de teatro, donde si no viene mucha gente, no vas a sufrir tanto. Pero en televisión también he participado en proyectos que sí me han interesado mucho. Como La Perricholi, que me gustó hacerla. Pero también se quedó ahí, tuvimos problemas de censura, la sacaron antes.
-¿Es muy diferente el actor de teatro al de cine?
-Creo que hay esta especie de prejuicio de la gente del cine hacia los de teatro que se basa en un hecho: son dos lenguajes diferentes. Cuando un actor de teatro se pone frente a una cámara y hace lo que hace en el escenario, el resultado es espantoso porque en el teatro tú eres la cámara. Entendí eso después de tener varias malas experiencias.
-¿Te arrepientes de algún proyecto de cine?
-No, no. No es por ser optimista, pero todo al final sirve. Pero una vez hice un papel en una película y siento que la reacción de la crítica fue realmente espantosa e injusta.
-¿Cuál fue?
–Coraje, de Chicho Durant. Pimentel y Cordero me hicieron trizas y dijeron que había sido la actuación más lamentable del cine peruano. Es una frase que yo no le deseo a nadie. Después de eso no quise hacer más cine. Pero no porque me molestara la crítica, en el teatro me han dicho cosas peores.
“Cuando yo quiero hacer una obra es porque siento que me permite hablar de ciertas cosas, y a veces en un estilo distinto”.
-¿Cómo reaccionas a las críticas?
-Soy bien picón. Pero sí creo en la importancia de la crítica, me parece fundamental. Hubo dos críticos en los años noventa, Alfonso La Torre y Hugo Salazar, los dos fallecidos, lamentablemente, con los que tuve discusiones muy fuertes. Sin embargo, los respetaba. Criticaban desde un punto de vista que tomaba al teatro peruano desde un plano histórico. No se trataba de “este espectáculo me gusta o no”, sino de entender por qué funciona o no. He aprendido a tener correa, pero me molesta cuando es una crítica inmediatista y superficial. Uno de los problemas actuales es que hay muy pocos críticos, si aún quedan. En general, el discurso teatral, como espacio de reflexión, casi se ha perdido. Ahora hablamos sobre cómo te va en Teleticket y no sobre el sentido del teatro, y eso me da mucha pena.
-Es paradójico, ¿no? Porque Lima ha experimentado una especie de boom del teatro.
-No existe eso del boom. Me molesta cuando se habla de ello porque pareciera que brotó de la nada. Antes no había más teatro, pero había mejor. Soy testigo porque yo empecé a ver teatro en 1968. Ahora, el nivel de producción, de marketing –que era una mala palabra hasta los noventa– es mayor. Cuando vi mi imagen en una valla, cuando hice Rojo, al lado de la de Tom Cruise, dije: bueno el mundo ha cambiado.
-¿Por qué era antes mejor?
-Se arriesgaba más, tenía menos público probablemente, pero podías ver más cosas distintas. Creo que ahora las hay, pero no tanto. Claro, el nivel de producción es otro. Cuando miras las fotos de nuestros montajes te das cuenta de que hacíamos teatro con cuatro trapos. Con el marketing, el teatro tiene más protagonismo. También hizo que se vuelva algo más cercano al público el hecho de que personas del teatro hicieran televisión y luego volvieran al teatro.
-Sigue siendo un espectáculo elitista.
-Sí, el teatro no es una alternativa para la mayoría de gente, ni económica ni cultural. El hecho de que ninguno de los dos candidatos presidenciales hable de cultura me da a entender cuál es el problema. Sin embargo, desde hace un par de meses, estoy en un proyecto que para mí ha sido revelador. Se llama Imagina Shakespeare y es una producción del British Council y el Gran Teatro Nacional, donde los chicos de los colegios vienen por las mañanas a ver este teatro bellísimo que plantea un diálogo con ellos, y no una función tensa que los aburra.
-¿De qué trata?
-Este año se cumplen 400 años del fallecimiento de Shakespeare, y el desafío era despertar en un estudiante de secundaria un interés por el teatro a través de él en 50 minutos. Mateo Chiarella escribió el texto y yo lo dirijo. Son 1200 alumnos en cada función, y es para mí lo más importante que me ha pasado en el teatro en los últimos años, porque la reacción del público es alucinante. Creo que en la educación es donde tenemos que incidir. Lo que está pasando ahora en general es que todos los grupos de teatro nos quejamos por la falta de público, pero no nos concentramos en cómo remediar eso.
-¿Te parece que el teatro necesita siempre romper esquemas? ¿Es una condición básica?
-Cuando yo quiero hacer una obra es porque siento que me permite hablar de ciertas cosas, y a veces en un estilo distinto. La última que he dirigido, Nunca llueve en Lima, está funcionando maravillosamente con el público. Es una obra que rompe esquemas, pero no necesariamente de la forma que uno piensa. A mí lo que me gusta en el cine, el teatro, la literatura, es aquello que me deja inquieto, lleno de preguntas. No me gusta ir y salir convencido de algo. La función del arte en general es romper esquemas. No necesariamente solo estéticos. Hay dramaturgos que te parecen convencionales y sin embargo hacen más que un director aparentemente de vanguardia.
-¿Con qué tipo de teatro eres crítico?
-Con la estafa. No te hablo de dinero, sino cuando veo algo que no nace realmente de una convicción, algo a lo que le falta autenticidad. A veces he visto espectáculos que les faltaba a nivel estético, pero había algo atrás que hacía que valiera la pena. Y también he visto espectáculos con todos los medios pero absolutamente carentes de alma.
-¿Te has estafado alguna vez a ti mismo?
-Sí, pero cuando no he sido absolutamente coherente con lo que yo quería hacer. Y por alguna razón lo he dejado en el camino. A veces luego del espectáculo he pensado que debí haber ido más allá. Nunca he podido hacer una obra pensando en que lo hago porque tendrá éxito.
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Alberto Ísola no tiene celular. Para él, el celular es un reflejo de la forma en que nuestra sociedad vive en la actualidad: entre dos realidades, incapaces de prestarle atención por completo a la persona que tienes al frente. Lo que más detesta cuando presenta una obra, más que el sonido de una llamada, es que alguien saque un celular y se ponga a escribir. Se rompe el contrato de inmersión en una realidad alternativa. “Implica una actitud con el mundo que es la de no estar. Estás en todos lados, menos ahí”.
-¿Existe una clave para atraer al público?
-No. Algo que me encanta de la gente de teatro es cuando el público no viene y todos empezamos con las teorías. Y también la idea de por qué funciona o no una obra. Por ejemplo, el tema de reconocerse en el costumbrismo que hay en Nunca llueve en Lima hace que eso funcione. Pero, ¿qué hizo que Rojo fuera tan exitosa? Es inexplicable. ¿La gente sabía quién era Rothko? ¿Sabían quién era Jackson Pollock? No. Creo que las personas se reconocen en un comportamiento universal. Esa era una obra sobre el conflicto entre dos generaciones, entre un padre y su hijo. Eso creo que fue lo que le chocó al público.
-Alguna vez dijiste que eras una persona totalmente pesimista, pero que la vida te parece demasiado atractiva como para dejarla. ¿No es una contradicción?
-Sí, pero ser pesimista, para mí, es asumir que lo más probable es que todo vaya mal, pero el resultado de esa actitud no es dejar de intentarlo. Esto me viene de Samuel Beckett, que es mi autor favorito. En mi casa yo tengo puesta una frase suya que dice: “Vuélvelo a intentar, vuelve a fracasar, fracasa mejor”. ¿Entiendes lo que dice? No en el sentido de que fracases; es una actitud que hace que tú no des nada por sentado. Y que pienses que realmente las posibilidades de que las cosas funcionen son muy difíciles. Entonces, en ese sentido soy pesimista, pero ese pesimismo para mí es el gatillo que me hace trabajar para que las cosas mejoren.
-Algo muy parecido a la terquedad…
-Es que soy genovés. Los genoveses tienen fama de ser tres cosas: trabajadores, tercos y tacaños. Lamentablemente no soy tacaño, creo que me hubiera ido mejor en la vida si lo fuera. Pero sí creo que el pesimismo nace de eso, porque a mí me encanta la vida y me encanta vivir y la disfruto intensamente. Pero prefiero pensar que lo que tengo que hacer es pelear para que las cosas funcionen, en vez de creer que todo va a ser perfecto, porque no lo es. Cuando hicimos Esperando a Godot, con Edgar Saba, fue un montaje muy importante para mí. Yo le dije a él: no quiero hacer esa obra, me gusta pero estar dos horas en el escenario esperando a alguien que no viene es un poco frustrante. Y Edgar me dijo: lo que pasa es que ustedes sí quieren que venga, están esperando que venga. Y por eso mi personaje, que era Vladimr, volvía al día siguiente. Creo que es una especie de cábala para no apelmazarnos. Con Lucho Peirano siempre decimos: “de repente nos sale bien”. Es muy jodido, pero en lugar de abandonar, peleas con más fuerza. Y se lo debo a Beckett, es un mantra para mí. Siempre se lo digo a los alumnos, y al comienzo nunca lo entienden. No es que fracases mal, sino fracasa mejor. Quiere decir que todavía puedes seguir aprendiendo.