Alberto Salcedo Ramos: “Escribimos para una minoría y a ratos, pensando con el deseo, creemos que es inmensa”

Esta conversación transcurre entre correos electrónicos y viajes en taxi. A principios de octubre el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos estuvo cinco días en Lima: fue expositor en un seminario de comunicaciones en la PUCP, dio entrevistas, paseó por la ciudad y habló sobre lo que más le apasiona: el periodismo. Aquí el resultado de más de un encuentro, físico y virtual, con uno de los mayores cronistas de América Latina.

Por: Eduardo Prado
Portada: Giovani Alarcón


Narrador oral y cronista de largo aliento, Alberto Salcedo Ramos despliega las pasiones, deseos, temores y amarguras de sus personajes en cada una de sus historias. Gracias a su extraordinaria capacidad para contar hemos escuchado los gritos de gloria y tragedia de Kid Pambelé, el excampeón mundial de boxeo; la inocencia y los sueños de Wikdi, el niño que debe caminar cinco horas todos los días para ir y regresar a su escuela; las penas y recuerdos de los pobladores de El Salado, una comunidad masacrada por los paramilitares colombianos. En la reportería de estas crónicas ha sabido esperar y escuchar, recorrer y observar, entender y respetar la naturaleza de sus protagonistas. Con la diligencia del mejor cartero nos ha entregado la correspondencia de aquellos que fueron grandes y hoy están olvidados; de los que nunca pisaron la gloria; de los que marcaron una generación y ahora disfrutan la calma; de los que nacieron condenados y se ahogaron con sus voces.

-Martín Caparrós dice que no existen buenos y malos temas, sino que existen buenos y malos reporteros. Entiendo que trata de decir que un tema, por más trillado que sea, siempre esconde un ángulo no tocado. Le debe haber pasado con algunas de las historias que ha escrito.

– A todos nos ha pasado, por supuesto. Ahora bien: yo creo que no existen temas buenos y malos, pero sí temas con los que uno no siente la química suficiente. Yo al principio quería escribir sobre lo que fuera. Ahora prefiero contar las historias que verdaderamente me aticen el fuego interior. El escritor húngaro Stephen Vizinczey dice que todo aquello en lo que no pueda dejar de pensar es su tema. Yo siempre tengo a la vista ese axioma.

-La crónica es un texto subjetivo, personal y, como ha mencionado usted, “con cierto libertinaje de mirada”. ¿Por qué un género que se concibió inicialmente como un texto cronológico ha derivado en una especie de híbrido que goza de mucha libertad estilística?

-Goza de libertad estilística pero no hay que tomarse eso tan a pecho. Yo veo que se ha expandido el vicio de estarse mencionando gratuitamente en la historia, aunque eso no sea necesario para que la crónica quede mejor. Ahora todo el mundo pretende contarnos cuáles son aquellas cosas que le erizan la piel, o cuál es su jugo favorito para sortear el calor, y van saturando las historias de menciones personales que son gratuitas y a veces, francamente ridículas. Yo no me opongo al uso de la primera persona, y menos en un género donde esta es necesaria, pero sí creo que ahora se está abusando de ese recurso. Me hacen recordar un apunte del poeta Juan Manuel Roca: “si ese tipo fuera Juan Ramón Jiménez, escribiría Yo y Platero”.

-No hace mucho Hernán Casciari dijo que la crónica le había empezado a aburrir, que le parecía que todas empezaban igual, que eran previsibles. ¿La crónica se ha convertido en un molde o plantilla?

– Estoy de acuerdo con Hernán. Falta gente que se atreva a dinamitar esa estructura que ya se está convirtiendo en una fórmula facilista. Yo agregaría que veo más cronistas preocupados por salir en la foto que por untarse de barro como los buenos reporteros. Además se necesita ampliar el rango de temas, ir más allá de la villa-miseria mil veces contada o de los perfiles de narcotraficantes mediáticos. Seguimos desinteresados en los temas del poder. Preferimos seguir hablando de desharrapados y de narcos. Esto se está tornando realmente muy aburrido. Yo aprendo más leyendo un ensayo de Monsiváis sobre cultura popular que leyendo la misma crónica de siempre sobre el gánster de lentes oscuros que en el primer párrafo ya ha matado como a quince tipos.

-La crónica también se encuentra en una lucha constante entre la ficción y no ficción. Hay cronistas que se han sentido incómodos en la no ficción y se sabe que sobredimensionaron un dato o “recrearon” una escena para que el texto quede “redondo”. Ese fantasma le debe haber rondado alguna vez.

-Un reportero diligente que se queda mucho tiempo en el trabajo de campo siempre descubre datos estupendos y ve acciones reveladoras. Si tienes eso, ¿para qué más? A la realidad se le ocurren mejores cosas que las que yo podría imaginar.

“Me niego a darme por aludido cuando oigo hablar de la crisis del papel o de los medio impresos. Lo mío es buscar historias y contarlas. Después veré a quién le interesa publicarlas”.

-De pequeño usted creaba historias, se escribía a sí mismo cartas de amor para que creyeran que tenía novia, ¿qué le apasionaba de la ficción? ¿Volvería a ella?

-De niño veía muchas telenovelas porque era lo único que pasaban en la televisión. No sabía siquiera que existía la carrera de periodismo. Cuando me inventé esa novia durante la adolescencia no fue porque quisiera ser un escritor: en realidad lo que quería era tener una novia para darle besos como hacían los tipos en las telenovelas. No creo que a estas alturas vaya a escribir ficción. Me tocará en una próxima vida.

-También ha señalado que los cronistas en el fondo buscan historias que cuenten también de alguna forma lo que ellos son y con lo que sueñan. ¿Por qué lo cree así?

-No sé si eso es exactamente lo que he dicho. Quizá quise decir que me gustan los temas que me afectan, que me comprometen. Hemingway aconsejaba: “escribe sobre lo que conoces”. Yo siento más curiosidad por las cosas cercanas que por las remotas. El tipo de la tienda de la esquina me parece más misterioso que el habitante del país lejano con el que jamás he cruzado palabras. Me parece un gran reto aprender a ver lo que siempre he visto para encontrarle lo desconocido.

-Con respecto al mundo digital. ¿Por qué la crónica ha sobrevivido, e incluso resurgido, en un medio que prioriza la inmediatez de la noticia?

-No estoy tan seguro de que la crónica le interese a toda la gente que dicen que le interesa. Me parece, en todo caso, que ayuda a entender y que a veces, además, supone una experiencia vital transformadora. En Bogotá hay una emisora cultural que se llama la HJCK y tiene un eslogan precioso: “la emisora de la inmensa minoría”. Creo que los cronistas escribimos para una minoría y a ratos, pensando con el deseo, creemos que esta es inmensa.

-¿Qué le ofrece lo digital al periodismo narrativo?

-Un nuevo formato para llevar las historias a otro tipo de público.

-¿Por qué no abrir un blog?

-No tendría tiempo para dedicarme a un blog.

-¿Qué es lo que más le atrae del periodismo en la web? ¿El impreso ya tiene una fecha de caducidad?

-Yo cuento historias. Me niego a darme por aludido cuando oigo hablar de la crisis del papel o de los impresos. Lo mío es buscar las historias y contarlas. Después ya veré a quién le interesa publicarlas.

-¿Qué lo lleva a seguir escribiendo crónicas después de tantos años? ¿Qué le sigue atrayendo de ser un periodista de a pie?

-Me gusta ser testigo, ver para luego salir a contar. También me gusta meterme en una lancha para remontar el río madre de mi país, y después dormir en una selva, y más tarde, entrevistar a un pescador en alta mar. Disfruto conociendo gente a la que no conozco, y oyéndola hablar. Me parece gratificante ayudar a que esa gente sea visible en un país donde siempre ha sido invisible. Ahora bien: prefiero evitar estas justificaciones que suenan mesiánicas o pretenciosas. La gran verdad es que cuento historias porque no sabría qué coño hacer con mi vida si me quedara sin eso.

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Foto: Giovani Alarcón.

A Alberto Salcedo Ramos no le gusta la palabra perfil. Lo dice apenas la menciono en el taxi en el que estamos viajando. He venido a recogerlo a su hotel en Miraflores y nos dirigimos a dos librerías en San Isidro a buscar algunos libros que le han recomendado. Se resiste a utilizar esa palabra para describir lo que hace. Prefiere decir que escribe sobre la gente, más allá de si la admira o no, y que no le gusta lincharla moralmente. Al cronista tampoco le agradan los perfiles que le han hecho. Para él, en Latinoamérica, el perfil se entiende como una forma de invadir la vida privada de las personas y dejarlas destruidas.

-¿Hasta qué punto se puede traspasar la privacidad en un perfil?

-El límite es que el otro tiene que ser respetado. Si yo voy a decir que tuviste gonorrea a los 14 años, es una guasada, una porquería. A ti no te dio gonorrea para que yo lo contara. Son cosas muy feas, mi hermano. Yo no le veo sentido a eso. Finalmente vas a hacer un perfil, no vas a linchar al otro. Cuando hago crónicas me entero de muchas cosas pero no las cuento todas. Si César Cueto me dice: “aquí entre nos yo ayudé a Osama Bin Laden a poner las bombas”, ese secreto no se lo guardo, porque no es solo la vida privada de él, fue un atentado que mató gente. Pero si Cueto me dice: “yo tuve una experiencia gay como a los 13 años, pero no me gusta hablar de eso, no lo vayas a anotar”, pues no lo anoto. Hay gente que cree que hacer un perfil es meterse en la vida del otro y dejarlo mal.

-¿Un perfil no puede criticar a una persona?

-Claro que la puede criticar. Tú puedes decir: “Alberto escribe como una porquería” y yo no puedo decir nada. Tú estás evaluando mi trabajo. “Que Alberto es cursi, ridículo en la construcción de sus frases”. Perfecto. Pero que ya se metan en cosas íntimas es jodido.

-¿Es difícil separar lo que es de mal gusto de lo que es linchar a una persona?

-Yo sí hago el ejercicio. A mí sí me parece que el mal gusto no es una opción. Los personajes tienen familia, hermano. Entonces, no sé, yo digo que uno debe escribir algo sobre el personaje y que su nieto lo pueda leer sin que le dé un infarto. ¿Me entiendes?

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En este momento Salcedo Ramos me dice que tenga cuidado con lo que vaya a poner. Se refiere a la forma. No le gusta dar entrevistas. No lo hace porque quiera evitar algún tema en particular -no hay ninguna restricción con respecto a lo que se conversa con él- sino porque le teme a las “impurezas orales”. Algo que ya le ha pasado.

-Una entrevista hay que editarla muy bien, mi hermano. Yo odio cuando leo una que he dado y termino diciendo pelotudeces. La vida consiste en sobrevivir a las entrevistas fuera de contexto en las que uno aparece como pelotudo -comenta con una sonrisa pícara-. Yo por lo menos soy cuidadoso.

-Pero lo que dice el personaje lo muestra.

-Sí, pero yo soy muy respetuoso. No sé si exagero. Una vez fui a hablar con un compositor colombiano muy importante. Existía el rumor de que era alcohólico, era un secreto a voces, pero nunca se había dicho en un medio de comunicación. Yo tenía una cita con él a las ocho de la mañana y llegué puntual. A esa hora ya el hombre tenía un vaso de whisky grande, y me preguntó si quería tomar uno en ese momento. Fíjate que no tengo necesidad de decir que él es alcohólico. En la charla aparecen dos vasos de whisky, el que él me ofrece, y que yo no tomé, y el que él se está tomando. La gente dirá si es o no alcohólico. Pero el hecho de que cite el vaso ahí, no me parece de mal gusto porque él sabía que yo no era plomero. Yo no fui allá a repararle el grifo del baño. Fui a hacerle una entrevista, a hablar con él, y si él me espera con un whisky es porque supone que no hay rollo con eso, que yo puedo decir lo que vea, ¿me entiendes? No es como si me metiera al baño mientras está orinando y describo cómo se baja la corredera. Siempre me pregunto: ¿estoy siendo justo con el personaje? Siempre lo hago.

-¿Alguna vez ha dejado a algún personaje mal parado?

-Bueno yo una vez hice una crónica sobre un futbolista de mi equipo, el Junior de Barranquilla, que jugó horrible. Hice la crónica donde dije que el tipo jugó horrible, que la gente se burlaba de él. Y al futbolista no le gustó. Yo digo ahí que es un futbolista muy bueno, porque la verdad es un gran futbolista, pero ese día tuvo un partido de mierda y la gente le gritó de todo. Yo hice una crónica sobre la soledad de un futbolista que está jugando mal, de un futbolista incomprendido en la cancha que se parece mucho a la del artista. Yo nunca pensé que en una cancha un futbolista pudiera sentirse tan solo. Un futbolista que tiene 10 compañeros, un futbolista que está jugando un partido donde su equipo va ganando 5 a 0, y la gente no estaba disfrutando el triunfo, sino insultando al futbolista del Junior que iba jugando mal. A mí eso me llamó la atención, me pareció que estaba viendo algo excepcional, que yo no pensé que pudiera ver. La soledad de un futbolista, de un equipo que va ganando, linchado por el público. Y yo escribí la crónica y al tipo no le gustó.

-¿Se lo dijo?

-Lo ha dicho de mil maneras. No le gustó porque según él esa crónica lo deja mal. Pero yo no me meto en su vida privada, no hago juicios de mal gusto sobre él. Yo solo digo lo que vi en el estadio, no más. Pero supongo que tiene que ver con la percepción que él tiene de sí mismo. Me imagino que él, en su fuero interno, dirá, yo soy un gran futbolista, y esta crónica no me deja como lo que soy. Es válido.

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Alberto Salcedo Ramos posa con Kid Pambelé, el exboxeador y entrenador colombiano que fue dos veces campeón mundial de peso welter junior. Foto: Camilo Rozo.

El oro y la oscuridad: la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé es un libro sobre la vida del colombiano Antonio Cervantes, excampeón mundial de peso welter junior, más conocido en el mundo del box como Kid Pambelé. Solo para esa crónica Salcedo Ramos reporteó durante dos años, entrevistó a 52 personas, grabó más de treinta casetes, acumuló tres carpetas enormes con recortes clasificados y viajó a casi todos los lugares por donde el boxeador estuvo alguna vez. “Pambelé noqueaba en el primer round, en el segundo, en el octavo, era una máquina demoledora de tirar golpes, y yo crecí amándolo. Pero resulta que cuando crecí, Pambelé ya no era ese héroe hermoso de mi infancia, sino un personaje de lástima que andaba por las calles con un vaso desechable, había perdido el dinero, armaba peleas en la vía pública, soplaba bazuco, marihuana, cocaína; era un personaje de desastre al que metían preso todos los días. Entonces me hice una pregunta elemental, ¿cuál es el camino que condujo al héroe de mi infancia al antihéroe de mi adultez?”, contó Salcedo Ramos, ante un centenar de estudiantes y profesores que lo escucharon en la PUCP.

-En la última parte de El oro y la oscuridad ocurre un hecho paradójico. Hay un boxeador retirado que está siendo retratado en un libro y, que al final se enfrenta contra su propio biógrafo.

-Sí, él me iba a pegar. Es un final redondo pero me lo regaló la vida. Me lo regalé yo por fisgón y morboso porque vi al tipo borracho y fui a saludarlo.

-Escribió sobre Pambelé por lo que significaba como deportista o por la manera en que se reinventó a sí mismo.

-Cuando Pambelé nació, le pusieron una cruz en la frente y le dijeron: “Tú vas a ser un perdedor hijo mío, puedes ir en paz”. Pero Pambelé vio que tenía unos puños poderosos y empezó a dar golpes, y con esos puños se le escapó a ese destino. A mí me interesaba eso. Me interesaba contar esa historia.

-A mí me gusta mucho la historia del boxeador viejo, y que en su juventud fue malo, que tiene que volver a pelear para pagar los estudios de su hijita.

-Y esa crónica tiene un punto de giro al final que sorprende a la gente, porque él pierde la pelea pero sale del ring con los brazos en alto. Porque es el único que sabe, y lo sé yo también, que consiguió lo que quería. Él solo necesitaba 100 mil pesos para pagarle los estudios a la hija. Entonces perdió y nadie sabe, cuando lo ven con los brazos en alto, que también ganó su pelea, y eso lo digo ahí también en ese último párrafo. Porque su pelea no era ganarle al otro, su pelea era conseguir con qué pagarle los estudios a su hija. Y allí hay una cosa, no de mi crónica, sino de la situación cruda de la cual tomé los datos para escribir, que me parece poética, muy bella, porque exalta la condición humana del hombre que hace eso.

Ahora, Alberto Salcedo Ramos se ha quedado mudo. Ya sentados en el taxi de regreso a su hotel no deja de observar los libros que acaba de comprar: Cuarenta y un intentos fallidos de Janet Malcolm; y La hermana menor, un retrato de Silvina Ocampo de Mariana Enríquez. Los saca y los vuelva a guardar, como quien no puede esperar a leerlos por completo. En medio de sus constantes viajes y trabajos, el cronista colombiano se da tiempo para leer por lo menos cuatro libros al mes. Ahora, con dos nuevos títulos sobre las piernas, regresa a Colombia a seguir leyendo y contando historias.