Conocedor del cine clásico e independiente y comerciante del famoso Pasaje 18, el ‘Chato’ Iván siempre tiene el título que buscan los amantes del séptimo arte. Escritores, cineastas y ministros han llegado hasta su stand para comprar esas películas que no se encuentran tan fácilmente. A pesar del latente peligro de un operativo policial, Iván sigue vendiendo cientos de copias piratas a diario.
Por: Elvis Jáuregui
Portada: Elvis Jáuregui
Pronto serán las diez de la mañana. Iván llega al stand número 16 en el pasaje 18, conocido rincón de Polvos Azules donde se puede encontrar lo mejor del cine clásico e independiente. El ‘Chato’ Iván, como lo llaman sus vecinos, es un personaje respetado por su singular conocimiento sobre el séptimo arte. Algunos lo ubican por los reportajes de televisión en los que ha aparecido demostrando su afición cinéfila, aunque él se empecina en disimular. “Solo vendo y recomiendo películas a mis clientes”, aclara, mientras abre la cerradura del candado de seguridad. Su tienda ya está abierta, a diferencia de sus competidores.
En un stand de aproximadamente cinco metros cuadrados, él y su ayudante acomodan la pila de catálogos de películas. Iván ha acondicionado en este pequeño lugar tres estantes repletos de DVDs. Una escalera metálica apoyada en una esquina le ayuda a llegar con facilidad al techo. En la parte inferior de cada uno de los estantes guarda celosamente, en cajas de zapatillas, con adhesivos que identifican el nombre de cada autor, los títulos más ‘caletas’ a los que impone un precio más alto cuando la situación lo amerita. “Son pelis a pedido nada más”, aclara. Una silla con espaldar giratorio, acolchonada con una pequeña tela desteñida, es utilizada por Iván para descansar en sus momentos libres. Al frente se encuentran dos mostradores de vidrio. Uno está forrado con la gigantografía de La dama de Shangai, de uno de los grandes referentes del cine: Orson Welles. Sobre el otro, el más pequeño, coloca dos catálogos de películas y le sirve, a la vez, como puerta de entrada y de salida a su tienda.
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La fama de Polvos Azules como el centro comercial donde se puede encontrar material exclusivo para exigentes cinéfilos y melómanos ha traspasado fronteras y, en muchas ocasiones, es una parada indispensable para cualquier extranjero que visita Lima. La gran afluencia de turistas ha logrado aumentar el nivel de ventas de los comerciantes, pero también les ha permitido aprender otros idiomas. Iván no fue ajeno a este proceso: tuvo una adaptación accidentada pero rápida con el inglés. “Cuando empecé no entendía nada porque la mayoría de películas vienen en el idioma original, el inglés. Y cuando les ponen subtítulos o se traducen al español, pierden su autenticidad. “Así no vas a vender nada”, me decían algunos amigos. Y tenían razón: a la mayoría de mis clientes no les gusta eso. Con algunas clasecitas, manuales y mirando horas y horas de pelis, aprendí”.
Este negocio, además, le ha dado la oportunidad de interactuar con diplomáticos que fueron embajadores y hasta cancilleres, catedráticos de importantes universidades, cineastas internacionales, escritores y poetas. “El ministro de Alan, Juan Ossio, viene todos los domingos con su hijo a comprarme películas polacas”, comenta sobre su cliente predilecto. “No solo hablamos de cine, a veces intercambiamos opiniones políticas”.
Recuerda que escritores reconocidos como Alonso Cueto o Fernando Ampuero pueden pasar desapercibidos cuando caminan por Polvos Azules. “Cualquiera que los viera caminando por aquí pensaría que son señores que vienen a comprar zapatos y regalos para sus sobrinos. Incluso, cuando llegaba un poco tarde a trabajar, los vendedores de al lado me decían que un señor canoso me andaba esperando desde temprano”.
Pero también hay personajes famosos a los que no reconoció cuando llegaron a su stand. “La primera vez que Francisco Lombardi vino aquí no tenía ni la más mínima idea de quién era, es que no sigo mucho el cine peruano. Lombardi me compró cinco películas y me pagó con un billete de 100 soles. Le pedí que me pagara con sencillo y me respondió que no tenía. Era sábado y como estaba atendiendo a mucha gente, me ofusqué un poco. Lo hice esperar como diez minutos, le entregué su vuelto y se fue. En la noche se me acerca el vendedor de celulares y me pregunta sorprendido, qué hacía Pancho Lombardi comprando películas piratas. ¿De quién me hablas?, le respondí. Él se refería al señor de barba, de saco oscuro y pelo crespo que había estado esperando su vuelto. Recién en ese momento entendí de quién se trataba”.
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Desde que Iván arrancó con el negocio se acostumbró a empezar la jornada sin haber desayunado. El trayecto que tiene que realizar desde San Juan de Miraflores hasta Polvos Azules le demanda más de una hora y media de viaje. Solo hay tiempo para una ducha mañanera y apenas unos minutos para leer los titulares de los periódicos en el quiosco de su barrio. Apenas abre su tienda pide jugo de papaya y dos panes con queso.
Mientras los primeros clientes pasan revisando y buscando algún título dentro de los catálogos que exhibe, él aprovecha para alimentarse. La primera venta ya viene y debe aprovecharla para comenzar el día con buen pie. Sus competidores, propietarios de otros tres stands que lo rodean y que hacen de la piratería una contribución a la cultura cinéfila, aún no abren sus negocios.
Iván debe dejar de lado su desayuno para satisfacer la demanda de su primer visitante. Su prioridad es la atención gentil, sobre todo si el cliente es un neófito y necesita una explicación detallada de la película que piensa llevar. El ‘Chato’, con una sonrisa escueta y una voz tibia, recatada, que resalta su acento ancashino, resume en treinta segundos la trama. Este conocimiento del cine de autor, tan panorámico y variado, se lo debe en buena medida a ‘Charito’, su hermana mayor, y socia del negocio.
El cliente queda impresionado con lo que Iván cuenta y exige una muestra breve de la película para convencerse a sí mismo de la calidad del producto. Iván busca entre los centenares de DVDs embolsados. Tarda aproximadamente quince segundos para encontrar lo que busca. Emplea tres criterios: europea o norteamericana, tipo de película y nombre del director. Una vez que lo encuentra, tiene que probar el producto. Si el DVD no presenta ninguna falla, el cliente quedará conforme e Iván tendrá su primera venta del día.
Lo más estresante que le podría suceder, tan temprano y sin sencillo en el canguro, sería recibir un billete cuyo valor exceda los 20 soles. Entonces tiene que dejar su stand al cuidado del cliente para encontrar el cambio que le facilite culminar la venta. Como es muy temprano y no hay vecino a la vista que lo pueda ayudar, debe dirigirse hasta el corredor principal a negociar con los cambistas. En Polvos Azules nadie trabaja gratis, le descontarán 50 céntimos. Con los billetes en mano acelera el paso hasta su tienda. No solamente encuentra al cliente que lo esperaba, sino a dos cinéfilos más hurgando en sus catálogos.
Sin perder un segundo los atiende. En tanto su desayuno aún está allí, reposando en un rincón del stand, tapado apenas por una franela roja. Iván tiene que aprovechar que la competencia no está. Las tres primeras ventas del día le caen perfectas.
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Más tarde, en un cuaderno de apuntes de pasta desgastada, Iván escribe el nombre de las películas que vendió para realizar nuevamente la grabación de los discos. En sus ratos libres, o cuando llega un cliente que busca una película que no encuentra en sus estantes, baja al sótano a buscar a ‘Los Burros’ –una decena de muchachos que tienen un laboratorio de fabricación de DVDs, y que abastecen gran parte de la piratería del centro comercial– para comprar los títulos que se le acabaron o que no tiene. Las carátulas impresas le cuestan 50 céntimos y un sol el disco con el título quemado. Los precios se elevaron después de una intervención policial, hace un par de años. Ya no se sienten tan seguros de trabajar en este rubro y saben que en cualquier momento todas sus computadoras y quemadoras pueden ser incautadas.
El ‘Chato’ Iván también sintió ese mismo temor. Aunque aquella vez se salvó, la policía le decomisó toda su mercadería a la mayoría de sus conocidos. Con máquinas de soldar y patas de cabra, más de 500 policías rompieron los fierros de las puertas de más de 100 tiendas el 13 de septiembre de 2014. Confiscaron todo lo que era piratería: desde computadoras con quemadores portátiles hasta pliegos de papel para impresión. Diez camiones llevaron lo incautado directamente al depósito.
El día del operativo una voz lo previno solo dos horas antes de la intervención. Precavido, optó por no abrir y esperó sentado en la escalera. A lo mejor era una falsa alarma. El presentimiento de perderlo todo lo atrapó durante cada segundo que vio pasar en fila a cientos de uniformados con metralletas bajo el brazo. “No sé cuántos candados le metí ese día a mi puesto”, refiere Iván.
Él reconoce que juega al filo de la ilegalidad. Es consciente que está en la mira y que puede ser el próximo en caer. Sabe que si lo pierde todo, sus clientes migraran. Pero también presume que labora bajo el amparo de uno o más clientes fieles que se mueven en las altas esferas y que solo le compran a él sus películas favoritas. “Tengo sus tarjetas”, asegura Iván, como si se tratase de la divina providencia.