La peligrosa primera línea de las marchas de noviembre de 2020 fue ocupada por un colectivo de mujeres organizadas que no solo buscaban levantar la voz, sino también impedir que los gases lacrimógenos dañen y dispersen a los manifestantes. En el balance anual de lo mejor de un año aciago que ya se fue, debemos recordar a las Micaelas por su coraje y militancia feminista.
Por: Anggie Vivas
Portada: Luis Javier Maguiña
Si tuviera que quedarme con una imagen de las protestas contra la efímera dictadura de Manuel Merino, sería aquella en donde vi por primera vez a mujeres desactivando bombas de gas lacrimógeno. Estoy segura de que esta imagen perdurará en la memoria de muchos peruanos: seis chicas que se hacen llamar ‘Micaelas’. No está de más decir que se llaman así porque admiran lo que hizo Micaela Bastidas en 1781, durante la rebelión de Túpac Amaru. A diferencia de la mujer protagónica de la gesta emancipadora contra el opresor español de la Colonia, las Micaelas de ahora son universitarias, o aspiran a serlo, son madres y trabajadoras y, esta vez, le hicieron frente a la opresión que quiso silenciar la legítima repulsa ciudadana.
Estábamos a mediados de noviembre. Ya era de noche. Y en primera línea las seis mujeres se ubicaban detrás de los escudos que las protegerían por el resto de la jornada. Cada una con una función: detectar en el cielo por dónde venía y, sobre todo, calcular dónde caería la bomba. Luego abrirían un bidón de agua con bicarbonato y correrían tras la lacrimógena. Todo debía ocurrir en pocos minutos.
Tres minutos para tomar la bomba, remojarla en el agua y esperar a que el humo se extinga. Tres minutos para evitar que el gas llegue a los demás manifestantes, los disperse y los obligue a quitarse las mascarillas, toser o gritar en medio de una pandemia. Tres minutos de valentía para proteger el derecho a la protesta. Lo mismo hicieron las Micaelas con decenas de bombas arrojadas por la policía. Las desactivaron en medio del gas y de los perdigones de aquellos días de noviembre. Ellas dejaron atrás el viejo lema patriarcal que decía que las mujeres éramos el sexo débil, nunca más podrán llamarnos de esa forma.
“Fue traumático. Eso no era represión…”, describió una joven integrante del colectivo. Se llama Ariana Llerena. Junto a sus compañeras decidió situarse en la primera línea de la manifestación, un lugar antes impensado para el género femenino por la violenta represión policial que acalla las protestas.
Las Micaelas, las mujeres desactivadoras de bombas lacrimógenas, surgieron de manera espontánea, querían participar, ayudar, resistir, pero también sentían miedo de contagiarse de Covid, y el temor a la muerte siempre estuvo presente. Ellas son el claro reflejo de una generación que pugna por cerrar las brechas de género. Mujeres valientes que pueden cambiar el futuro de un país históricamente machista, con miles de desventajas para ellas y para sus compañeras.
“No es que las mujeres no hayan estado antes, siempre estuvimos en las protestas, solo que este era un espacio en donde no habíamos tenido presencia. Parecía que ocupamos un lugar secundario, pero no es así”, contaba Guiliana Cassano, feminista y profesora de la Facultad de Comunicaciones de la PUCP.
Los hombres se sorprendían al verlas allí, con sus cascos, sus vendas y sus bidones de agua con bicarbonato. Al principio les ofrecieron protección, pero, en verdad, no necesitaban del cuidado de nadie. Ellas mismas decidieron estar allí, meterse en medio del peligro, para hacer un trabajo colectivo, mientras desafiaban estereotipos y defendían una idea de nación democrática e inclusiva.
—¡Chicas, no se vayan a lastimar!—se escuchaba por ahí.
Las Micaelas sufrieron raspones y heridas, pero nadie pudo bloquear su decidida voluntad de ocupar el espacio que finalmente se ganaron. Nos han acostumbrado a asumir que hay espacios en donde no debemos adentrarnos. En ese sentido común tal vez pudimos cumplir el rol de enfermeras, pero no, vivimos otro tiempo. Las Micaelas decidieron desactivar las bombas lacrimógenas. Como decía la profesora Giuliana Cassano, este tipo de acciones nos permiten pensar que no hay ningún lugar en el que las mujeres no podamos estar.
Las desactivadoras de bombas lacrimógenas han tenido secuelas psicológicas. Difícil será que olviden a sus compañeros caídos en el asfalto de las calles del centro de Lima, heridos y ensangrentados por los perdigones asesinos. De ahora en adelante serán parte de la resistencia femenina que surgió ad portas del Bicentenario. Y seguirán haciendo lo que toca, quieren seguir luchando por los derechos humanos y necesitan asumir nuevos roles, dar cuenta de su vocación protagónica.