Miguel Valverde: El pintor de caritas felices

En la época de los selfies, las cámaras digitales y el photoshop, ¿alguien todavía puede dedicarse a retocar retratos de familia? Aquí la historia de un artista que ha retratado más de mil rostros en diez años, pero que solo recuerda uno: el de su hija de dos años.

Por: Jocelyn Herrera
Portada: Facebook Miguel Valverde


Cuando era niña, tendría yo entre siete y ocho años, solía ir a la casa de una tía los domingos. Dentro me sentía rodeada por paredes blancas, vacías y aburridas. Algo había, sin embargo, en una de esas paredes que siempre llamó mi atención: el retrato de una mujer regordeta, con vestido rosa y collar de perlas, al lado de un hombre de peinado engominado, terno lustroso y corbata. Ambos impecables, congelados en el tiempo, petrificados, marido y mujer. Eran mis tíos.

Ese cuadro siempre encerró un enigma infantil para mí: ¿Era acaso una pintura? ¿O se trataba de una fotografía?

No supe la respuesta hasta ahora, que las preguntas vuelven mientras subo por el ascensor al décimo quinto piso de un edificio en Breña. Acabo de tocar el timbre de un departamento. Me abre un hombre de baja estatura, barba y cabellos alborotados. Intercambiamos saludos con amabilidad. Ingreso a una sala casi vacía. Destaca en el recinto un colchón inflable, en medio una mesa con platos limpios, latas de atún e insumos de cocina. Es un desorden austero, tal vez acorde con la vida de un artista.

En una época en la que cualquiera puede tomarse una foto de alta calidad y retocarla a gusto de su imaginación en cuestión de minutos gracias a las artificios digitales, Miguel Valverde, pintor egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes, practica una técnica ancestral: la pintura sobre la fotografía.

Miguel me muestra en la computadora algunas imágenes hechas con el pariente más antiguo de esta técnica: el bromóleo. Este apareció en Europa a inicios del siglo XX. La fotografía entonces solo registraba imágenes en blanco y negro. La solución para tener una imagen a color consistía en pintar con óleo sobre ella. ¿Pero por qué ahora, en el siglo XXI digital y cibernético, alguien podría dedicarse a este arte de otro tiempo?

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Miguel Valverde nació, creció y vivió en Huaraz. Es probable que los coloridos paisajes de esta ciudad sirvieron de combustible para su vocación: la pintura. Aunque no siempre tuvo claro cual sería su camino: “Salí del colegio y estaba más perdido, no tenía idea de qué hacer”. Su padre quería que él fuera ingeniero. Ingresó a la universidad, pero como había postulado en mayo, en una convocatoria extraordinaria, le pidieron esperar hasta el año siguiente para empezar a estudiar. “Fueron seis meses de hueveo”, asevera riéndose.

Ni tanto. Fue un tiempo que dedicó también a estudiar matemáticas y mientras más clases de ciencias llevaba, menos a gusto se sentía. Empezaba a darse cuenta que los números no eran lo suyo, las dudas crecían, la insatisfacción también.

“Cuando iba a buscar libros de matemáticas terminaba comprando libros de poesía, novelas, libros de arte”.

En su escritorio convivían los manuales de ciencias junto a las cartulinas donde quedaron registrados sus primeros retratos realistas. Su destino ya no era impredecible. La pugna entre arte y ciencia había terminado. El pincel, el óleo y los colores vencieron a las operaciones aritméticas y las fórmulas matemáticas.

Retratos por Miguel Valverde.

«No fui el mejor dibujante de mi promoción, pero siempre demostré solvencia y un gusto especial por el retrato»

“Creo que insistí mucho, me puse muy rebelde”, menciona, y luego recuerda cómo hizo para convencer a sus padres; iba a dejar una carrera que prometía un futuro laboral estable por otra marcada por el azar.

A regañadientes, ellos decidieron darle una oportunidad, solo una. Sus amigos pintores le recomendaron que se vaya a estudiar a Lima. Huaraz no le ofrecía futuro, advertían. Y así lo hizo, postuló una vez: una prueba de conocimiento, una de bodegón, una de retrato y una psicológica. Si fallaba regresaría derrotado a seguir sus estudios de ingeniería y se olvidaría de la pintura, del realismo, de los retratos.

Después de prepararse un mes, ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes. No había marcha atrás, sería pintor. ¿El futuro? Pues eso caería por su propio peso. No importaba mucho.

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El oleo mezclado con aceite hacen la combinación perfecta para que el pincel corra por el lienzo, pero la vida del artista no tiene la misma cadencia. Al contrario, para Miguel no fue fácil y su estadía en Lima estuvo marcada por la soledad de vivir en una ciudad hostil, lejos de su familia.

“Para ser artista -explica Miguel- se necesita talento y aptitud, pero también la perseverancia al punto de la obsesión; se trata de buscar lo que tú exactamente quieres, perseguir la imagen que tú tienes en mente”.

Estaba en los últimos años de la carrera, necesitaba un trabajo para poder solventar sus estudios. Empezó en un taller de reproducciones, donde se copiaban cuadros del siglo XVIII, ángeles y vírgenes: el arte de los dobles. Ese fue el lugar donde aprendió a trabajar con más precisión el rostro, la figura humana, el retrato.

“Siempre me gustó dibujar retratos, en la Escuela de Bellas Artes llegué a destacar. No era el mejor dibujante, pero demostraba solvencia y un gusto especial por el retrato”. Allí descubrió una certeza: para ser retratista era necesario conocer los huesos y los músculos porque lo más difícil de pintar es un gesto.

Imágenes: Blog El retrato de Carmela.

El hombre que pinta fotografías recién aparecería a plenitud cuando Miguel llegó a un taller de lo que se conoce como “fotografías pintadas” o “retratos iluminados”.

El trabajo era mecánico y en serie. Una vez que recibían las fotografías, estas se imprimían en una cartulina especial o lienzo. Uno trabajaba el rostro con tizas de color; otro, la ropa con óleo; un tercero, barnizaba y al fondo estaba el jefe, que daba el visto bueno y modificaba lo que consideraba no iba con su estilo. Listo.

Miguel Valverde recuerda que la primera vez que vio cuadros como estos fue en la casa de sus abuelos paternos. La misma pregunta: ¿Fue fotografía? ¿Fue pintura? No lo sabía.

Dos son las premisas de este arte tradicional: primero retratar y luego idealizar lo más fielmente posible. Al principio sólo se retocaba pestañas y boca, después se ensayó lo que llamamos “chapitas” en las mejillas y finalmente se trabajó sobre todo el rostro. Esa fue a grandes trazos la evolución de las “fotografías pintadas”.

Ha pintado más de mil retratos, pero solo es capaz de reconocer unos pocos: el que le hizo a su hija de dos años y los que está haciendo en colectivo de artistas el Retrato de Carmela.

Los retratos permiten guardar fielmente la memoria gráfica de los nuestros, son aliados en la lucha física contra el olvido. “Las pinturas sobre lienzo duran muchos años, desde la invención de la fotografía apenas ha pasado un siglo y si ponemos una al sol pierde el color”, dice Miguel, mientras confiesa que este también es su argumento de marketing para atraer nuevos clientes.

Tal como menciona Miguel, lo cierto es que la fotografía nos da una precisión realista, mientras que la pintura hace hincapié en la interpretación de la imagen, en la textura y el color intenso. Refleja un ideal, personas que siendo aún convivientes piden una foto como si estuvieran casados; menos arrugas, más cabello e incluso la piel más clara.

Cuenta el pintor que los clientes más frecuentes en su stand de las galerías Boza, en el jirón de la Unión, son personas mayores de cincuenta años. A esa edad, explica él, uno empieza a volver sobre sus pasos, a tener síntomas de nostalgia, quiere recordar. Hasta que llegue ese día el pintor prefiere seguir preparando los cuadros para su primera muestra individual. Ya han pasado más de diez años dedicados al arte popular, quizás busque otras técnicas, tal vez estudie arquitectura; pero dejar de hacer retratos jamás. Él es un combatiente contra el olvido.