Siempre en guardia

Con cincuenta años enseñando karate, la carrera del sensei Juichi Kokubo (69) ha estado marcada por decisiones radicales. En su juventud abandonó sus estudios para dedicarse por completo a esta disciplina. En 1978 dejó Japón y llegó a nuestro país sin saber una palabra de español. Aquí un acercamiento a un entrañable artista marcial que ha contribuido a la evolución del karate nacional.

Por: Diego Olivas Arana
Portada: Augusto Escribens


Una mañana de julio de 1965, Juichi Kokubo se cruzó con un extraño haciendo karate en la calle. Juichi vivía en Tokio, cerca de un mar donde nadie nadaba, en una zona portuaria dominada por barcos mercantes. Anhelaba vivir en comunión con la naturaleza, mas la creciente vorágine de la capital japonesa se lo impedía. De día trabajaba en una fábrica de fierros y por las noches estudiaba química en la universidad, con cierto escepticismo.

Aquel año en Japón, mientras la televisión estrenaba el anime conocido en Hispanoamérica como Kimba, el león blanco; cuando las salas de cine se colmaban de espectadores deseosos de ver a Godzilla en La invasión de los astromonstruos; o en tanto se instalaba en las librerías niponas el último libro de Kenzaburo Oé, Cuadernos de Hiroshima; Juichi descubría a un misterioso artista marcial en plena vía pública.

‘¿Por qué este hombre practica karate justo aquí?’, se preguntó a sí mismo, intrigado. Cuando se aproximó a preguntarle, terminaron conversando toda la tarde. Antes de despedirse, el hombre lo invitó a asistir a su dojo en el vecindario norteño de Yoyogi. Fue así como Juichi, de dieciocho años, se adentró en aquel sendero que buscaba sin saberlo.

Aquel karateca ambulante no era otro que el sensei Morio Higaonna, célebre practicante del estilo Gojo Ryu, quien por ese entonces tenía veintisiete años y acababa de asentarse en Tokio. Fundador de la reconocida Federación Internacional de Okinawan Gojo-ryu Karate-do, tuvo entre sus primeros alumnos al joven Juichi, cuya existencia dio un intenso giro de tuerca: dejó los estudios de química y se mudó al dojo durante tres años para volverse alumno a tiempo completo.

En su familia nunca antes alguien había practicado karate y por eso rechazó su decisión sin vacilaciones. Creían que vivir de tal disciplina era morirse de hambre. Sus amigos, por otro lado, le decían que había escogido un sensei demasiado talentoso y estricto, que no podría con su ritmo. Juichi les demostraría lo contrario.

Pronto sería instructor de karate en el dojo. Con el trascurrir de los años deslumbró entre otros artistas marciales, alcanzando el primer lugar en campeonatos de kata y kumite, las dos modalidades de competición del karate.

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A finales de la década del setenta se produjeron grandes migraciones. Muchos compañeros del sensei Kokubo partían del país del sol naciente hacia ultramar para no volver. Así contempló la posibilidad de viajar a enseñar karate en otra parte del planeta. En 1978, a sus treinta y un años, un avión lo llevaría al Perú.

Como la gran mayoría de nipones que arribaron a Latinoamérica, no hablaba una sola palabra de español. Empezó cual niño, aprendiendo a contar hasta diez (hoy les enseña a sus alumnos a que hagan lo mismo en japonés). Se matriculó en un instituto de idiomas cuyos libros de estudio estaban en español e inglés, un doble desafío para él. Aprendió sobre la marcha, conversando y observando.

Pronto llegaría a la recordada academia Zen Bu Kan, ubicada en la avenida 28 de julio, en Miraflores, donde ahora se encuentra un restaurante de Gastón Acurio. Allí arrancaría como pionero difusor del estilo Gojo Ryu.

Foto: Augusto Escribens

Por esos años, pese a que se vivía un auge del karate entre la juventud, poca gente enseñaba artes marciales en Lima. Kokubo no tardó en hacer contactos y ganar adeptos. En 1982 abrió su propio dojo en Barranco, el Goju Kan de la avenida Grau, que ya no existe. Dos años después fue designado por primera vez como entrenador de kumite de la selección nacional de karate, labor que desempeñaría de nuevo en 1988.

Desde entonces, la trayectoria en el Perú del sensei Kokubo, cinturón negro de séptimo Dan, se ha diversificado. Ha sido maestro de karate en las mejores universidades peruanas; instructor de defensa personal y relajación a partir de diversas técnicas como el aikido, judo, tai-chi, reiki o meditación; y maestro principal del Centro de Armonía y Arte Oriental Goju Kan, que dirigió por tres años. Desde el 2009 hasta la actualidad es maestro de karate en el Club Tennis Las Terrazas.

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En 1978, un extraño episodio aconteció en el dojo miraflorino Zen Bu Kan, donde el sensei Kokubo empezaba a enseñar. La presencia de un misterioso y taciturno alumno en el turno de noche que arribaba en terno y corbata y partía inmediatamente al terminar la lección. Siempre en la más profunda circunspección. Un discípulo que jamás buscó participar en campeonatos o resaltar entre el público, y abandonó el dojo y las enseñanzas de Kokubo luego de un año, quedándose apenas en el en novel cinturón blanco. Quizás su ya oscura personalidad impidió que abrazará el estilo de vida pacífico y humilde del karate. Acababan de expulsarlo del Ejército. Su nombre era Vladimiro Montesinos. Probablemente el personaje más peculiar y sospechoso que ha sido alumno del sensei.

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Vive en Barranco. En sus ratos libres resuelve los sudokus de diversos periódicos. Cuando tenía más tiempo solía descender a la playa cada mañana a correr. Hoy el sensei Kokubo es un karateca ocupado. Todos los días, en plena madrugada gris, arranca su rutina a las cinco. Una hora después, de lunes a sábado, parte al dojo del Terrazas y realiza flexiones antes de clases.

Inclinado sobre la extensa plataforma azulada del polideportivo, el sensei realiza sus estiramientos diurnos. Su sonrisa pueril al verse observado podría denotar ingenuidad, mas la quietud de sus movimientos y la mirada serena que obsequia al desplazarse silente sugieren una sabiduría recóndita, acaso inmortal. Aquella que el cine refleja en maestros de ficción tan menudos y gráciles como Yoda de Star Wars o Miyagi de The Karate Kid.

Durante el breve calentamiento el Sensei recuerda con nostalgia el pasado. En 1982 frecuentaba el cine Venecia, en la avenida La Colmena, cada fin de semana. Pasaba la tarde viendo películas de kung-fu. ‘Algo aprenderé’, pensaba. Era joven y buscaba diversión y creatividad para su arte.

De las siete a ocho y media, imparte sus lecciones. Durante la tarde toma una siesta para completar sus horas de sueño y más adelante, cerca al crepúsculo, retoma las clases: primero el turno de los niños y por la noche, entre las nueve y diez, los mayores. Cuenta con discípulos que oscilan entre los tres y setenta y cinco años. A ninguno de ellos abandona o les demuestra impaciencia, porque a través de este deporte Juichi Kokubo ha aprendido algo más importante. “Vine aquí para enseñar karate, y en su lugar descubrí otra forma de paz y sosiego. Aquella que andaba buscando. Enseñando karate en Perú aprendí a vivir”.