La cuarentena los atrapó lejos de casa

Rosa, Brayan, Valeria y Fátima no se conocen. Es muy probable que nunca se hayan visto. Sus historias empezaron a cambiar durante el verano, cuando decidieron visitar a sus familiares, ubicados en distintos lugares del mundo: Estados Unidos, España y Perú. Y con el anuncio de la cuarentena todos sus planes se alteraron. Rosa sueña con diseñar prendas de vestir en el Cusco. Brayan estudia para ser periodista. Valeria, también. Fátima quiere ser arquitecta. Sus vidas transcurren a miles de kilómetros de distancia, sin embargo, algo tienen en común: la incertidumbre de no saber cuándo volverán a casa o al menos cuando recuperarán las rutinas y los proyectos que dejaron suspendidos a causa de la pandemia.

Por:  Stephanie Morgenstern
Portada: Gerald Espinoza


Valeria Vega estudia Periodismo en la PUCP y en el semestre 2019-2 se fue a México para hacer un ciclo de intercambio en el Tecnológico de Monterrey. Regresó a Lima a mediados de diciembre, pero solo se quedó tres días porque inmediatamente partió a Europa de vacaciones por un mes y medio. Viajó con Natalia y Adelí, su hermana y su madre, respectivamente. Primero fueron a Valencia para visitar a Luisiana, otra de sus hermanas, que se ha establecido en España. Luego hicieron un periplo por distintas ciudades. Fue un viaje inolvidable. “Cuando regresamos la pandemia estaba allá, pero no acá. Por eso gritamos: “¡Bien, nos salvamos!”, recuerda. Antes de empezar otro semestre de clases, Valeria decidió disfrutar los últimos días del verano en su ciudad natal, Trujillo. Soñaba con celebrar las fiestas de Palo Cilulo, en Huanchaco, y el Toromatch, en Las Delicias. Pero el Covid-19 llegó al Perú como una ola imprevista y le trajo de regalo fiestas canceladas y una cuarentena que la obligaría a permanecer en Trujillo durante todo el 2020. 

Valeria tiene veintidós años y no había permanecido una temporada larga en Trujillo desde que a los dieciséis se mudó a Lima para vivir con sus hermanas mayores y empezar la universidad. “En Lima no tenía límites, regresaba cuando quería. Acá tuve que adaptarme nuevamente a mi vida de quince años”, explica. Ella sentía ganas de escaparse a la capital, no quería perder su libertad. Sin embargo, admite que la convivencia no fue un problema, y que su mamá estuvo ahí para cuidar de ella cuando más la necesitaba. “Es un amor que no sentía hace mucho tiempo”, confiesa. Con el transcurrir de los meses, los ojos de Valeria vieron la vida cotidiana de Trujillo de una forma diferente. Ahora quiere quedarse allá por un buen tiempo, siempre al lado de su madre, por lo menos hasta que la situación mejore. Cuando vivía en Lima siempre le faltaba tiempo, incluso para prepararse el desayuno. “Aquí también ando apurada, pero siempre voy a tener un desayuno preparado por mi mamá. La verdad, yo quisiera quedarme aquí a vivir con ella”, afirma. 

La pandemia frenó las oportunidades que Valeria estaba desarrollando en el ámbito periodístico. Ella forma parte de “La Cátedra Deportes”, un medio de comunicación con una página de Facebook muy activa. Tenía acceso a la cobertura de diversos eventos deportivos. Para este año en su agenda figuraban la Copa América Bicentenario y las eliminatorias al mundial de fútbol Qatar 2022. Antes de la pandemia repartía su tiempo entre asistir a clases y hacer el registro gráfico de actividades deportivas, una faceta en la que trabajaba por su cuenta. “Ya había mandado mi acreditación para cubrir el partido Perú versus Brasil. Iba a ser mi primer partido FIFA como fotógrafa”, recuerda con ilusión. Lamentablemente, el encuentro programado para el 31 de marzo se canceló y Valeria sintió una pena enorme. “Me quería morir. Era uno de mis sueños. Tomar fotos de una selección brasileña de fútbol jugando con el equipo peruano no es algo que tú puedas hacer todos los años”, afirma. 

Una mañana fría, a mediados de junio, cuando la pandemia se apoderaba de todo el país y el número de contagiados y muertos se elevaba de manera alarmante, Valeria amaneció con un malestar generalizado. Le dolía la espalda y tenía un resfriado severo. A media mañana se compró unas gomitas dulces, pero se dio cuenta de que no las podía saborear. Corrió a su dormitorio de inmediato, solo para confirmar que tampoco podía oler su colonia. Era coronavirus, y se mantuvo con los mismos síntomas durante un mes. “Entré en shock. En junio y en julio solo veías muertes y más muertes en las noticias. Los infectados subían y yo decía: ‘ahora también soy parte de esto”. Una prueba de descarte confirmó que sí se había contagiado. La pregunta era cómo, si apenas salía de casa. Pensó que también había contagiado a su madre, quien por su edad figura dentro del grupo de población de riesgo. Afortunadamente, doña Adelí Zavaleta estaba bien: mamá estaba libre del virus.

Pienso que Trujillo es una ciudad tan… pero tan bonita… No sé qué me pasó por la cabeza cuando terminé colegio y decidí mudarme a Lima

Valeria recuerda que fue postrada en su cama cuando se dio cuenta de su situación privilegiada. “Fue una suerte que me enferme en Trujillo. No me imaginaba en Lima, con mi vida solitaria de roomie. Acá mi mamá me ha cuidado como no tienes idea”, reconoce agradecida. El contagio de Covid-19 fue un golpe muy duro. Recuerda que estaba tan débil que ni siquiera podía sostener el celular. Afortunadamente pudo retomar sus clases virtuales y ya terminó su segundo semestre a distancia.   

Lo que más extraña de la antigua normalidad es ver a su familia reunida. La pandemia les arrebató un viaje familiar a Cancún, donde su prima planeaba casarse en julio. También extraña las parrilladas familiares de los domingos. “Quisiera abrazarlos, pero como tengo parientes adultos mayores, sería una imprudencia ir a visitarlos”, admite. Sin embargo, sí ha tenido la oportunidad de reencontrarse con sus amigas de colegio. Dice que en Trujillo todo está cerca y desde octubre, cuando los restaurantes abrieron, ha disfrutado de más de una salida. “La gente está desesperada por volver a su vida normal y veo que muchos salen a comer un jueves o viernes por la noche”, asegura. 

Vivir la pandemia en Trujillo, al lado de su madre, le enseñó a Valeria Vega dos cosas importantes. La primera, que se contagió porque ella ignoraba las medidas de sanidad al salir de casa. Ahora siempre sale con mascarilla y alcohol en la mano. Y la segunda: “Pienso que Trujillo es una ciudad tan… pero tan bonita… No sé qué me pasó por la cabeza cuando terminé el colegio y decidí mudarme a Lima”.

Valeria delante de la Catedral de Trujillo. Invierno 2020. Foto: Archivo personal.

Anhelando el regreso a Perú


Era diciembre de 2019 cuando Brayan Calva se fue a Madrid para visitar a su hermana Mayra. En Lima ya hacía mucho calor, mientras en España arreciaba el frío. Mientras durara su breve estadía, él quería pasear un poco y de paso ayudar a Mayra con el cuidado de sus cuatro hijos. Entonces no imaginaba que la propagación del coronavirus en la capital española cambiaría todos sus planes. El aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas cerró el 10 de marzo y su vuelo de retorno a Lima fue cancelado. “Era como lanzar un dado a la suerte, no sabía en qué momento iba a regresar al Perú”, recuerda Brayan. Pensó que se quedaría hasta junio, pero en octubre seguía en Madrid. Sin embargo, él decidió convertir un problema en una oportunidad. Hizo gestiones sobre su situación migratoria y logró los permisos necesarios para quedarse en España dado que podía ayudar en casa a su hermana y a su cuñado, quienes trabajan en un hospital atendiendo a pacientes enfermos de Covid-19. 

Los paseos de Brayan por la Plaza Mayor y la Puerta de Toledo le recordaban algunas calles del centro de Lima. Pero su nostalgia no era tanto por las calles, sino por la gente. “Estoy solo aquí. Viviendo con mi hermana me he sentido como en casa, pero cuando salía a caminar percibía la ausencia de mis raíces y recordaba a mis amigos”, confiesa con cierta melancolía. “Conozco un par de personas acá, pero no son amigos cercanos. No les tengo tanta confianza como para hablarles de lo que me pasa o me molesta. No tengo con quien compartir mis sentimientos”, admite. Además, siente que le hace falta el afecto de sus padres y de su hermana menor. Estas ausencias en su vida le han dejado una sensación de vacío. Debido al cambio de horario, no se ha podido comunicar con tanta frecuencia con sus amigos y compañeros de la universidad. Brayan rememora las conversaciones que antes solía tener con ellos.

Brayan frente a la Plaza Mayor de Madrid en enero de 2020. Foto: Archivo personal.

Entre abril y mayo, su hermana Mayra y su cuñado, ambos enfermeros, se contagiaron de Covid-19. Era inevitable: ella trabaja en el hospital El Escorial de Madrid y él en el hospital universitario de Móstoles. Solo hizo falta una semana para que Brayan también experimentara los síntomas. A pesar de que no se hizo la prueba, desarrolló todos los trastornos del virus: fiebre, dolor muscular y un malestar general en el cuerpo. Brayan recuerda: “Fue una semana en la que todos nos tomábamos la temperatura en el desayuno, el almuerzo y la cena, queríamos asegurarnos de que el termómetro no marcara más de 39 grados”. Los niños en casa no desarrollaron síntomas. Por suerte, el malestar se esfumó luego de unas semanas.  

Brayan ha terminado el último ciclo de Periodismo en la PUCP. No pudo matricularse en el semestre 2020-1 debido al repentino cierre de fronteras que le impidió pensar con claridad sobre lo que haría en el corto plazo. Ahora acaba de terminar la última vuelta de su carrera universitaria de manera virtual. En un principio le preocupaba que sus sobrinos fueran una distracción para sus clases a distancia. Son dos mellizos de siete años, otro niño de seis y un bebé de ocho meses. Sin embargo, a causa de la diferencia horaria entre Perú y España, recibía sus clases de madrugada, mientras sus sobrinos dormían. “No pestañeaba en todo el día. Apenas dormía, a veces trataba de hacer dormir al más pequeño de mis sobrinos para yo hacer una siesta de por lo menos una hora”, refiere. Tenía cursos de lunes a viernes, pero él siempre ha dispuesto de tiempo y mostrado la mejor voluntad para cuidar a sus sobrinos. Dado que Brayan no recibe ingresos desde que empezó la pandemia, Mayra, su hermana, se ha encargado de pagarle el último ciclo de la universidad. 

Si bien Brayan ha tenido un año difícil, sigue esperanzado en volver a Lima cuando disminuyan los contagios. Quiere estar con su familia, pero también trabajar en lo suyo: hacer periodismo de interés público e investigar para que los ciudadanos conozcan la verdad sobre sus políticos y autoridades. “Quisiera tener un regreso guerrero y meterme con todo en la chamba periodística del día a día”. Por ahora, anda muy pendiente de la coyuntura peruana.

Durante este periodo la vida de Brayan ha estado cargada de preocupaciones. Además de los estudios y la atención a sus cuatro sobrinos, también se desveló pensando en su padre, quien estuvo enfermo de Covid-19. Afortunadamente, se recuperó luego de tres semanas. Su padre es policía, un oficio que lo obliga a exponerse con frecuencia al contagio. “Si no fuera por mis sobrinos, hubiera vuelto a Lima en ese momento para cuidar de mi papá”, asegura. 

Brayan se toma una selfie delante de la fuente de Cibeles y el restaurante del Palacio de Cibeles, en Madrid. Foto: Archivo personal.

Rosa quiere volver a estudiar


Hace dos años que Rosa Alegre no veía a su familia. Por eso salió de Lima el 9 de marzo. Quería llegar a Karap, un caserío del distrito de Pamparomás, en la provincia ancashina de Huaylas. Su plan era el siguiente: quedarse tres días con sus padres y luego regresar a Lima para continuar con sus clases nocturnas de diseño de modas en el ISCEMP, un instituto que ofrece capacitación para el desarrollo de emprendimientos. Cuando el entonces presidente Vizcarra decretó la cuarentena, Rosa no tuvo otra opción que quedarse en Áncash durante siete meses.

Rosa, de veintiséis años, no estaba al tanto de las noticias, quería disfrutar de su familia en vez de estar pegada a la pantalla del televisor. Por eso se enteró muy tarde de que el 16 de marzo el país había ingresado a una drástica fase de confinamiento. Además, las noticias tardaban en llegar a Karap, un alejado caserío de la sierra ancashina donde sus parientes viven sin acceso a telefonía y mucho menos a internet. Sus hermanos habían tratado de contactarse con ella para advertirle que debía regresar cuanto antes, pero cuando por fin lo hicieron ya era muy tarde, ya no se podía viajar. “Entré en shock. No tenía ropa que ponerme, solo llegué con lo que tenía encima. Tampoco tenía plata. Pensé: ¿Y qué es lo que voy a hacer aquí?”.

Rosa Alegre tuvo que ingeniárselas. A falta de prendas, decidió coser y tejer las suyas con la ayuda de su madre. Compró telas, diseñó sus polleras y luego de coserlas las bordó. “También compré mi sombrero y continué con mi vida”, recuerda con orgullo. Quería vestirse como las mujeres de su pueblo. 

Rosa no vivía en la casa de su madre desde los doce años. A esa edad se mudó a la costa de Áncash con sus hermanos mayores. Por eso tuvo que aprender nuevamente las costumbres caseras. “Me llevé superbien con Pablo y Santa, mis padres. Después de tanto tiempo separados teníamos muchas cosas que compartir. Pensaba que ellos no me iban a comprender o que no confiarían en mí, como cuando era una adolescente, pero eso no pasó. Me di cuenta de que yo estaba equivocada”, admite. 

¿Y el coronavirus? Según Rosa, la situación en su pueblo era tranquila y su comunidad vivía de manera despreocupada. “No sabíamos qué era una mascarilla y no la utilicé hasta que pude regresar a Lima. Nos burlábamos de todo eso. Parecía un chiste, decíamos que la gente andaba con bozal. Tampoco manteníamos distancia física”, refiere. Rosa relata que los ronderos y las enfermeras de los caseríos de Pamparomás acordaron vigilar la carretera para evitar el retorno de personas que traigan consigo el virus. Para evitar toda posibilidad de contagios, se postergaron las fiestas de la comunidad hasta el 2021. El riesgo era muy alto si se toma en cuenta que se trata de fiestas patronales que duran hasta cuatro días. 

No teníamos suficientes mantas y hacía mucho frío, pero yo tenía que llegar a mi destino”, dice Rosa con convicción.

Rosa se quedó en Pamparomás, pero sus preocupaciones nunca abandonaron la capital. Aquí estaba Jacob, su hermano menor, un muchacho de diecinueve años quien vino en busca de trabajo. En Lima, Rosa alquilaba un cuarto en San Juan de Miraflores, allí había dejado todas sus pertenencias. Por suerte, la inquilina le rebajó el alquiler. “Tenía un poco de plata en el cuarto. Conversé con mi hermano y él se quedó allí. Le dije que se las arreglara con mis ahorros y con lo que él pueda ganar”, recuerda. Dado que en el caserío de sus padres no había señal telefónica ni internet,  durante siete meses no pudo seguir estudiando en su instituto. Ella sueña con volver a las clases presenciales el próximo año, quiere recuperar el tiempo perdido. “Me gustaría continuar con mi carrera”, afirma. 

Cuando los contagios empezaron a bajar, su hermano regresó a Áncash. Su cuarto en Lima quedó abandonado. “La señora esperaba que le deposite el alquiler y yo no tenía cómo pagarle”, señala. A mediados de septiembre, Rosa decidió regresar. Emprendió un viaje de tres días en un camión cargado de frutas y acompañada de dos hombres: Mauro, un primo al que acababa de conocer, y Roger, el chofer. En el camino tramitó un permiso de comerciante para poder transitar. De lo contrario corría el riesgo de ser multada. “Dos días dormimos sentados en el camión y nos amanecíamos conversando, fue una oportunidad para conocer algo de la vida de mi primo”, refiere. Para dormir se estacionaban en un grifo cerca a las chacras donde su primo Mauro debía cosechar la fruta para venderla en la capital. “No teníamos suficientes mantas y hacía mucho frío, pero yo tenía que llegar a mi destino”, dice con convicción. Tras un largo camino por Chimbote, Casma y Huarmey, a fines de octubre, Rosa por fin regresó a Lima. Poco después, volvió a emplearse como trabajadora del hogar y pagó todas sus deudas. Ahora sueña con retomar sus estudios de diseño de modas. 

Rosa Alegre viste su pollera hecha a mano en su natal Karap, poblado de la sierra ancashina. Foto: Archivo personal.

El esperado regreso al Perú


Fátima no veía a su madre hace un año y medio. Era fines de 2019 y ella y su hermana Gracia se animaron a comprar boletos de ida y vuelta para visitar a Carmen, su mamá, y a Pablo, su padrastro, quienes viven en Wimauma, en el estado de Florida. Por razones de trabajo, su hermana regresó a Lima la primera semana de enero. Fátima decidió quedarse un tiempo con su madre. La sombra del Covid-19 se empezaba a asomar sobre los Estados Unidos a fines de enero, pero ella no le dio importancia. “Cuando lo vi en las noticias, pensé: ‘China siempre consume cosas raras que no se comen en otros países’. No lo tomé como algo grave”, confiesa. Su vuelo estaba programado para el 28 de febrero, pero lo cambió para quedarse hasta el 17 de marzo. De pronto, Vizcarra cerró las fronteras antes de que ella pudiera partir. Fátima pensó que solo era cosa de dos semanas, pero la cuarentena se prolongó y su visado de seis meses estaba a punto de vencer. 

Debía salir de Estados Unidos a fines de junio, pero no podía regresar al Perú porque las fronteras seguían cerradas, de modo que tomó un avión a México. Cuando llegó al DF, no fue bien recibida por las autoridades. Agentes de migraciones la detuvieron durante cuatro horas, querían interrogarla. Era sospechoso que no tuviese un pasaje de regreso y solo portara dos mochilas pequeñas. “Me retuvieron el celular, el pasaporte y el equipaje. Estuve en un lugar parecido a una correccional, con bancas y una mesa. Habían prendido un televisor, seguro para que no me ponga nerviosa, pero me puse nerviosa igual”, relata. Fátima tiene un primo en Puebla, a cuatro horas del DF. Se llama Gustavo y no se veían desde hace once años. Por eso no recordaba los datos específicos que le pedía la policía. Finalmente, Migraciones se contactó con Gustavo y, luego de entrevistarlo, la dejaron ir. 

Fátima permaneció dos meses en Angelópolis, una zona alejada de Puebla. No veía a Gustavo desde que eran niños y el tiempo les había impedido tener un vínculo familiar estrecho.  Ella confiesa que la convivencia no fue la ideal. En la casa vivían Gustavo y su novia, y en opinión de Fátima, “los terceros sobran en una casa donde vive una pareja”. Fue ahí donde pasó su cumpleaños número 25. Fue el peor cumpleaños de su vida debido a que estaba tan lejos del Perú y no recibió muestras de afecto. A pesar de algunos malentendidos, ella siempre le agradecerá a Gustavo haberla recibido y darle trabajo en su empresa familiar. Ese empleo le permitió pagar sus gastos mientras estuvo en México. “Me aclimaté a los pesos mexicanos. Mi primo me pagaba un sueldo y así llegué a comprarme cosas esenciales, como pasta dental o shampoo”.

Fátima y su prima Gladys recorriendo la ciudad de Guadalajara. Foto: Archivo personal.

Fátima estudia arquitectura en la UCAL y no pudo seguir sus clases en el semestre 2020-1 por falta de recursos. Cuando se matriculó, en el segundo ciclo del año, ella dejó Puebla por un mes y fue a visitar a Gladys, su prima que vive en Guadalajara. Como estudiante de Arquitectura, necesitaba salir a comprar materiales constantemente, era inevitable que se exponga al contagio del Covid-19. Meses atrás, en Estados Unidos,  cuando se desató la pandemia, ella y su madre también tuvieron que arriesgarse para conseguir ingresos. “A mi mamá y a mi padrastro los despidieron”. Su madre tuvo que trabajar de masajista en plena pandemia y Fátima aprendió a usar una máquina de coser para hacer mascarillas artesanales.   

El camino que la llevó de vuelta a Lima tampoco fue fácil de recorrer. Fátima se llenó de entusiasmo cuando se enteró de que Perú iba a abrir sus fronteras el 5 de octubre. Poco después se dio cuenta de que México no formaba parte de la lista de los países autorizados y sintió que se le encogía el corazón. Debía seguir esperando en Puebla para volver a casa. Cuando finalmente consiguió un vuelo para el 20 de octubre, viajó directo al aeropuerto, en el DF, pero la mala suerte la llevaba de la mano. Allí le informaron que su prueba molecular, la cual se había tomado tres días antes, había vencido. No le permitieron viajar. Fátima sentía que estaban cometiendo una injusticia con ella y se quejó. Lo hizo con tal convicción y energía que logró que le entregaran un pasaje en un vuelo programado para el 27 de octubre.  Encontró un hotel en la Zona Rosa y dedicó su semana a conocer el DF. Evitaba a toda costa tomar transporte público porque sabía que allí podía contagiarse. 

Llegó el 27 de octubre. Su vuelo de regreso empezó en el DF, hizo escala en Panamá y voló nuevamente rumbo a Lima. Luego de estar despierta desde las 6 de la tarde del día anterior, Fátima aterrizó en el Callao y sintió el invierno que no había experimentado en diez meses. “Me había subido al avión llorando y nerviosa. Cuando aterrizamos en el aeropuerto Jorge Chávez, todos gritaban: ¡Viva el Perú! ¡Viva el Perú!”, recuerda con emoción. ¿Y qué fue lo primero que hiciste al llegar a Lima? “Me comí un pollo a la brasa. Mi mamá me decía por teléfono: ‘Hijita, por fin, ya estás en tu patria”. 

Foto tomada desde el celular de Fátima en el vuelo de regreso a Lima vía Panamá. Foto: Archivo personal.

Conoce más

¡Fuera virus! ¡Vete de aquí! Los niños hablan sobre la pandemia

Peruanos en China: viviendo en la zona cero de la pandemia

Soledad y confinamiento: adultos mayores en cuarentena