La mina las mata, la pandemia las remata

Esmeralda y Kiara padecen enfermedades terminales a causa de la intoxicación de su sangre con metales pesados. Más de tres mil niños y niñas de Cerro de Pasco sufren dolencias similares. La responsabilidad recae en la minera Volcan. Sus víctimas llevan años internadas en hospitales viendo como el Estado peruano incumple sus promesas, pero la enfermedad no espera. La reciente crisis sanitaria estropeó sus planes de acceder a un tratamiento que acabe con sus males –planes que tanto les costaron– y las invisibilizó ante un país indiferente. Esta es su lucha.

Por: Jimmy Leonardo
Portada: Luis Javier Maguiña


“Somos las niñas de Cerro de Pasco, venimos a cantar. Somos los niñas de Cerro de Pasco, venimos a cantar”. Es 14 de marzo de 2020, frente al Ministerio de Salud, en la cuadra 8 de la avenida Salaverry, Esmeralda (11) y Kiara (13) son las noveles intérpretes de este improvisado canto. Lucen tímidas frente a una pequeña caravana que acompaña con palmas el sonido de la guitarra que conduce la tonada. 

“El Estado no quiere escuchar. El Estado no quiere escuchar y el Estado nos quiere abandonar”, continúan cantando. Esmeralda no mueve la punta y taco –como se acostumbra hacer al escuchar el punteo de una guitarra que va al compás de música criolla– mueve sí sus vacilantes caderas y hombros, la contagiante armonía logra atraparla por completo. Kiara la observa, aplaude y sonríe. Las dos pequeñas disfrutan el momento.  

“Queremos cantar. Queremos bailar. Queremos vivir. Queremos soñar”, continúan las niñas. “Somos los niñas de Cerro de Pasco que siempre lucharán”, finalizan las risueñas cantantes. Su público las vitorea, ellas esbozan breves sonrisas y responden con un timorato saludo. 

Una vida en hospitales

Agosto de 2015. Esmeralda, de seis años, empieza a sangrar por la nariz. Carmen y Martín Huete, sus padres, la llevan al Centro de Salud  de Yanacancha, Cerro de Pasco. El médico a cargo receta tylenol y les dice que no grave. El 20 de agosto aparecen moretones en las piernas de la niña, el sangrado nasal es más frecuente y en octubre se agudiza. “Sangraba a chorros. Parecía pintura roja”, relata Martín Huete. 

Martín y Carmen llevan a su hija a la posta médica y el personal de salud decide derivarla a al Hospital Ramiro Prialé, ubicado en Huancayo: fue un viaje de vida o muerte en ambulancia. En el nosocomio le hacen transfusiones de sangre y plaquetas para estabilizarla. El hematólogo encargado pide sacar pruebas. Martín espera quince días por el resultado de los análisis. La espera tiene un amargo final: a su hija le diagnostican aplasia medular severa, una enfermedad terminal. En diciembre trasladan a la niña al Hospital Guillermo Almenara, en Lima. Aquí, después de los chequeos de rigor le informan a los padres que Esmeralda necesita un trasplante de médula lo más pronto posible. 

Ninguno de los médicos que estuvo a cargo del caso de Esmeralda pidió un examen de dosaje de metales pesados hasta el año 2017. Los resultados eran alarmantes: la sangre de Esmeralda estaba contaminada por doce metales pesados, los más tóxicos: plomo, arsénico y mercurio. “Es una vergüenza que hayan tardado dos años para pedir ese tipo de análisis”, reclama Martín con impotencia. Esmeralda continúa esperando el trasplante de médula.

28 de febrero de 2018. Veintisiete familias de Cerro de Pasco toman el local central del Ministerio de Salud en la avenida Salaverry. Exigen el cumplimiento del derecho a la salud. Frente al reclamo, la Presidencia del Consejo de Ministros firma un acta en la que se compromete a trasladar a los menores afectados por la minería al Instituto Nacional del Niño, así como costear el hospedaje, la alimentación y la educación.

Los meses pasan y Esmeralda sigue a la espera del tan ansiado trasplante, ya estamos en febrero de 2019. Desesperados, Martín y su familia se encadenan frente al Ministerio de Salud. Su protesta parece ser escuchada. Los trasladan a las oficinas centrales de EsSalud, los derivan al octavo piso, a la oficina de viajes al extranjero. Allí les informan que el costo del trasplante de médula ósea y ell traslado de Esmeralda a Argentina cuesta 250,000 dólares. “Ponían trabas por el alto gasto que representaba”, denuncia Martín. Indignado frente a tantos obstáculos y negativas, Martín logra infiltrarse en la junta médica. Se desnuda, dobla un polo, lo rodea sobre su cuello e intenta ahorcarse. Los administrativos lo detienen y evitan que atente contra su vida. Así pudo lograr que se apruebe los gastos que requiere el trasplante. Ningún otro niño salió al extranjero, solo Esmeralda. “Gracias a la lucha”, recalca Martín.

El 9 de noviembre se hace el trasplante de médula, la operación fue exitosa, pero dos días después una bacteria se aloja en la pierna izquierda de Esmeralda y tienen que extirparla. La pierna demora en cicatrizar; la niña padece de otra enfermedad: diabetes secundaria, los corticoides que le suministran para controlar la aplasia medular son los causantes.

En Argentina, conversando con la toxicóloga, Martín descubre que hay un tratamiento para curar la intoxicación de la sangre a causa de metales pesados: la solución a los cinco años de sufrimiento que padece su hija. En el Perú ninguno de los especialistas está apto para realizar ese procedimiento. Martín sabe que tiene otra exigencia para las autoridades, una lucha más.

Una enfermedad que no espera

Enero de 2017. Kiara, de 10 años, presenta intensos dolores de cabeza, Vilma y Marcos, sus padres, la llevan a la posta médica de Paragsha, un centro poblado a las afueras de Pasco. El médico evalúa a la pequeña y dice que los síntomas son propios de una gripe y su desarrollo hormonal. Le receta unas pastillas antigripales y la envía a su casa. Semanas después, a las jaquecas se le suma un sangrado nasal agudo. Kiara padece estos episodios cuatro a cinco veces al mes.

7 de marzo de 2017. Kiara se encuentra en la escuela, tiene clase de matemáticas. Unas gotas de sangre bajan por sus fosas nasales y caen en sus manos, ella no se inmuta, está acostumbrada. El flujo de sangre aumenta cada vez más y no se detiene. Su profesora la observa y cubre la nariz de la pequeña con papel higiénico, pero no consigue detener la hemorragia. Kiara siente miedo.

Marcos estaba trabajando en la construcción de unos canales de riego, el timbrado del celular interrumpe su faena. Contesta. Es el director del colegio que le explica lo sucedido con Kiara. Deja todo y parte al auxilio de su pequeña. Vilma, su esposa, lo espera en el Hospital Daniel Alcides Carrión, en Cerro de Pasco. El médico a cargo le dice que los síntomas que presenta su hija son propios de un paciente con leucemia.

El sangrado de Kiara se detiene al caer la noche. De inmediato la familia Castañeda Tovalino parte rumbo a la ciudad de Lima. En el Instituto Nacional de Salud del Niño ordenan estudios y dosaje de metales pesados a su hija. Los resultados: Kiara tiene la sangre contaminada por trece metales y padece de leucemia miloide crónica. Kiara, Marcos y Vilma permanecen tres meses en el hospital.

El dinero empieza a escasear, solo Vilma puede quedarse con Kiara en el hospital. Marcos decide dormir debajo de un puente, tiene que ahorrar para poder costear los medicamentos de su hija. El dinero sin embargo, es insuficiente. Junior, su hijo mayor, enterado de la situación, deja de estudiar en la academia preuniversitaria y busca trabajo para ayudar con los gastos de su hermana. Semanas después, Wendy, hermana de Junior, decide hacer los mismo que él. “Dejan de estudiar por tratar de ayudarme, es mi culpa que estén así”, asegura Marco.

Según el acta firmada en 2018, el Estado peruano debía entregar departamentos en Huancayo a las familias afectadas por la contaminación. Los niños no debían volver a la zona de impacto minero. Sin embargo, el Ministerio de Vivienda dilata la construcción y entrega de los inmuebles hasta el 2021, pero la enfermedad no espera y Kiara debe salir de Pasco.

Enero de 2020. Vilma Tovalino empieza a sangrar por la nariz, días después sus cinco hijos también sangran por las fosas nasales. Marcos está desesperado, nunca había pedido apoyo al Estado, pero entiende que debe hacerlo. Camina por las calles de Yanacancha y encuentra a Martín Huete, lo conoce porque lo vio muchas veces reclamar por la salud de su hija Esmeralda. Le cuenta lo que sucede con su familia y en especial con Kiara. Martín, curtido en el tema, le cuenta lo que hará.

—Iré a Lima para pedir que Volcan y el gobierno ayuden con el tratamiento de metales pesados de Esmeralda. Hay una cura, pero tenemos que viajar a Argentina.

—¿Qué hacemos?

—Me voy a encadenar en el Ministerio de Salud.

—¡Vamos!

Una última lucha

Un tajo minero se encuentra en medio de Cerro de Pasco, tiene una extensión de dos kilómetros y una profundidad de cuatrocientos metros; fue abierto en 1956 por la Cerro de Pasco Copper Corporation, en 1974 la estatal Centromín entró a tallar y en 1999, Volcan Compañía Minera inició operaciones. El 2012 las actividades concluyeron, sin embargo, ese mismo año, autoridades de Cerro de Pasco denunciaron que 2000 niños presentaban altos índices de plomo en la sangre a causa de la actividad minera realizada en dicha región.

El 2015, Volcan envió un comunicado al programa Cuarto Poder: rechazaron las acusaciones de contaminación. Argumentaron que cumplieron con el plan de manejo ambiental y con los compromisos asumidos en la declaración de emergencia del 2012. Indicaron, también, que el plan de acción de salud le corresponde al MINSA y la Dirección Regional de Pasco; es decir, la atención de los 2000 niños detectados hasta ese momento.

Las familias de Martín y Marcos llegan a Lima el 11 de febrero de este año acompañados de otras tres familias de Cerro de Pasco. Se dirigen a las oficinas de la minera Volcan para que asuma la responsabilidad por las enfermedades que padecen sus hijas a causa de la extracción mnera que realiza dicha empresa. Una pancarta resalta entre todas. La sostiene Jhan, un niño de ocho años. Tiene escrita esta frase: “Queremos vivir”.

La policía llega al lugar para pedirle a los padres que no pueden permanecer sentados en propiedad privada. Marcos lo encara y le dice que están asesinando a su familia. Los manifestantes se mantienen firmes ante los efectivos policiales. Minutos después un representante de Volcan sale para conversar con las familias.

—Nosotros no tenemos la culpa. Hemos pagado todos los tributos que nos corresponden.

—Mis hijos tienen plomo en la sangre, ustedes tienen la culpa —responde Marcos.

—El Estado debe asumir esa responsabilidad. Podemos darle trabajos a sus hijos de manera temporal.

—Queremos tratamientos para nuestros hijos, señor —recalca Martín.

—Pueden hacer un proceso judicial. Si la justicia falla a su favor, nos toca indemnizarlos.

Después de tan indiferente respuesta el representante de la minera no volvió a aparecer más. Las cinco familias fueron retiradas por la policía, pero eso no afectó su lucha. Sabían a dónde dirigirse.

10 de Marzo de 2020. Las familias de Cerro de Pasco toman la Avenida Salaverry, frente al Ministerio de Salud. Llevan acampando cerca de un mes a escasos metros de dicha entidad. Sus demandas no han sido atendidas por ningún representante del Estado, solo les ofrecen actas que no solucionan la situación que atraviesan. Marcos, Martín, Carmen y Esmeralda encabezan la comitiva.

La policía que los custodia hace un cerco con sus escudos e intenta moverlos de la avenida. Un efectivo policial golpea a Marcos con el escudo. Kiara observa la agresión de la que es víctima su padre y corre hacia él para abrazarlo. El mismo agente empuja a Kiara con el escudo y le dobla el tobillo. La niña llora. Su padre siente impotencia, quiere golpear al agresor de su hija, pero no lo hace. Atina a tapar sus oídos para que no escuche todo el tumulto. A unos centímetros, Martín, Carmen y Esmeralda también son reprimidos por agentes policiales. Carmen, sentada en la pista, se aferra a la silla de ruedas en la que está postrada su hija.

Marcos consuela a Kiara frente a la agresión policial. FOTO: Wayka

“Se llevan el oro, se llevan la plata y nos dejan la contaminación”, grita uno de los padres, ayudado por un megáfono. No es lo único que se escucha, el sonido del claxon de conductores transporte público y privado invade la escena, esquivan a los damnificados como si fueran conos de tránsito. Indiferentes. Kiara saca fuerzas y vitorea a toda voz: “Queremos justicia. Queremos justicia”. Vilma Tovalino y sus cinco hijos invaden la avenida para impedir el tránsito de vehículos. La sigue el resto de familias y colectivos que los apoyan.

“Hay que levantarlos a todos a la fuerza”, sugiere una policía. Sus colegas parecen estar de acuerdo. Arrastran a Vilma de la gigantografía a la que se aferra, los transeúntes la ayudan. El forcejeo entre los efectivos policiales y las familias de Cerro de Pasco se torna intenso y representa una suerte de lucha de dos bandos que tiran lo más fuerte que pueden para conseguir su objetivo. Esmeralda y Kiara permanecen agachadas en el suelo, sus padres las acompañan, desafiantes ante la indiferencia que las rodea.

Marcos seca las lágrimas de Kiara. Esmeralda y Martín observan a los efectivos policiales. FOTO: Luis Javier Maguiña.

El punto más álgido de la protesta llega cuando representantes del Ministerio de Trabajo y Salud deciden hacer pasar a los voceros de las familias para atender sus demandas. 

11 de marzo de 2020. Las cinco familias consiguen que se firme un documento que permite a los niños viajar al Hospital Universitario Austral de Buenos Aires para un tratamiento de desintoxicación por metales pesados. La lucha parece llegar a su fin; sin embargo, les espera un desafortunado revés.

Una traba más

15 de marzo de 2020. Las familias de Cerro de Pasco desayunan tranquilamente después de semanas de intensa pugna con el Estado peruano. Ordenan los bienes que trajeron consigo desde su tierra, es momento de dejar el improvisado campamento que los cobijó durante su valiente lucha.

Son cerca de las ocho de la noche, Martín Vizcarra declara el Estado de Emergencia, el aislamiento social obligatorio y el cierre de todas las fronteras en Perú como parte de las medidas extraordinarias para hacer frente a la pandemia del coronavirus. Martín y Marcos habían escuchado hablar de un virus que se propagaba por el mundo, pero no le habían tomado mayor importancia. La salud de sus hijas ocupaba sus pensamientos día a día. Marcos piensa que es una estrategia del Estado para disuadirlos a dejar las inmediaciones del Ministerio de Salud, está tan acostumbrado a las trabas burocráticas que le resulta inverosímil que un virus se expanda en todo el mundo. 

16 de marzo de 2020. Martín se percata que ningún médico o funcionario ingresó a la sede del MINSA. Le parece raro. Policías se acercan y le dicen: “Las Fuerzas Armadas van a llevarse a todos, podemos apoyarlos, pero no podemos hacer nada con la milicia”. “Tienen hasta las seis para poder salir”, les advierte un vocero del Ministerio de Vivienda. En ese momento, Martín y Marcos se dieron cuenta de que algo grande estaba pasando. Esmeralda y Kiara se vieron por última vez ese día: sus familias se dispersaron en Lima.

Esmeralda y su familia fueron al Instituto del Niño de San Borja, pero no los recibieron. Martín se contactó con un conocido suyo que les cedió un cuarto en San Juan de Lurigancho. Estuvieron quince días sin pagar ningún tipo de alquiler, hasta que les exigieron un pago por la habitación. “La situación está difícil, si no puedes pagar busca otro lugar”. El cuarto tiene las paredes sin tarrajear, tampoco tiene ventanas, lo que sí tiene es un colchón que comparte la familia al momento de dormir.

Kiara y sus padres también encontraron una habitación en San Juan de Lurigancho, cerca al Mercado de Canto Grande, tarea titánica para una familia que no conoce Lima. Llegó a su destino preguntando a cada policía o militar que encontraba en la calle. Martín eligió la opción más económica después de tantear precios. Paga cuatrocientos soles mensuales y su casero permite que siete personas compartan un cuarto. 

El aislamiento social ha dejado sin trabajo a sectores vulnerables de la sociedad peruana. Martín y Marcos no escapan de esta realidad: ambos son constructores albañiles. Marcos consiguió un pequeño trabajo hace unos días. Lo llamaron para ayudar en la construcción de un muro. “El transporte es más caro, gasté diez soles para llegar a mi cachuelito. En Pasco no es así”, cuenta. Martín no ejerce su oficio hace más de cinco años. “No trabajo porque estoy enfocado al cien por ciento en la salud de mi hija”. La salud de su hija no es la única que debe cuidar, la de Carmen, su esposa, también es vulnerable.

15 de mayo de 2020. Esmeralda y sus padres solicitan viajes humanitarios para volver a Cerro de Pasco. Antes de viajar les tomaron pruebas rápidas para descartar que alguno esté infectado de COVID-19. Martín y Esmeralda obtienen resultados negativos, Carmen no: tienen coronavirus.

—¡Vayan a su casa y hagan cuarentena!

—¿A qué casa? Yo no vivo en Lima.

Martín pidió ayuda a los congresistas y representantes del Ministerio de Vivienda que se acercaron a su familia cuando hicieron la protesta. Ninguno contesta las llamadas hasta ahora. “Solo ayudaron porque tenía que ver con sus intereses”, cuenta Martín, enojado. Han pasado catorce días, el arrendador del cuarto todavía no está al tanto de la enfermedad que padece Carmen. “Si se entera nos saca de la casa”, confiesa.

El dinero empieza a ser insuficiente. La familia de Esmeralda no ha recibido ninguno de los bonos que el Estado ha distribuido por la pandemia, a pesar de estar afiliados al SIS por extrema pobreza. La pequeña no va al hospital, sus defensas son bajas, puede contraer el virus. Sus padres gastan ciento veinte soles en una caja pequeña de tiras reactivas y jeringas para aplicar insulina a su hija. EsSalud les brinda solo la insulina. “Esmeralda no es el único caso especial, si tenemos que darle a ella, tenemos que darle a todos”, responden en el nosocomio.

Hace unos días vecinos de Paragsha llamaron a Marcos para contarle que intentaron robar su casa. Él trató de pedir ayuda, pero las llamadas tampoco fueron contestadas. La familia recibió el Bono Familiar Universal, pero no es suficiente: son siete integrantes. “En Pasco por lo menos tengo mi casa. Al menos puedo pedir fiado, la gente me conoce”. La idea de viajar a Pasco genera un conflicto en Marcos: la salud de Kiara ha evolucionado positivamente, estar alejada de la contaminación minera ayuda, pero no tiene recursos para solventar sus gastos. Ella no es la única que quiere quedarse.

—Quiero ser algo en la vida, acá puedo estudiar, le dice Junior, con lágrimas en los ojos.

—¿Con qué dinero, hijo?

A pesar de las vicisitudes, Kiara y sus hermanos permanecen juntos, se hacen compañía, el confinamiento no les resulta tan caótico. Esmeralda no atraviesa la misma situación. Estar alejada de sus hermanos y sobrinos la estresa, no estudiar por quinto año consecutivo la deprime. Está cansada de dibujar y pintar. Su anhelo es volver a estudiar, ahora todo es virtual y no comprende eso. Ella quiere ponerse un uniforme, ir a la escuela y tener amigos. Su deseo de ser médico y ayudar a otros niños parece difuminarse. Le arrebataron su infancia.

El viaje a Argentina parece utópico. La crisis sanitaria que atraviesa el mundo está muy lejos de acabar. Martín y Marcos concuerdan en que no van a exponer a sus hijas hasta que todo este caos haya pasado. Esmeralda y Kiara esperan firmes. Saben que su batalla no termina. Son las niñas de Cerro de Pasco que siempre lucharán. Quieren bailar, soñar y vivir frente a una pandemia que las invisibiliza y un país que las olvida.

Si deseas apoyar a Esmeralda y Kiara puedes hacerlo a través de estos números de cuenta:

Martín Huete (padre de Esmeralda)

BCP: 280 314 656 12007 (CCI: 002 280 1314 656 1200 762)

Vilma Tovalino (madre de Kiara)

Interbank: 639 316 402 4620 (CCI: 003 639 013 164 024 620 26)