Treinta y ocho pasajeros murieron en la madrugada del 23 de marzo del 2015, a la altura del kilómetro 315 de la carretera Panamericana Norte. Tres buses de transporte interprovincial y un tráiler frigorífico terminaron aplastados y en pedazos en uno de los accidentes más letales de los que se tiene memoria. Quince meses después los recuerdos de testigos, sobrevivientes y familiares revelan la magnitud de la desgracia, mientras que las circunstancias que la propiciaron permanecen vigentes.
Por: Jocelyn Herrera y Miguel Loayza
Momentos antes del accidente del que no ha querido hablar por más de un año, el suboficial César Villarroel estaba acurrucado dentro de su unidad vehicular, dudando entre dormitar o preparar su fusil para la siguiente jornada. Eran casi las tres de la mañana. En el peaje del kilómetro 314 de la carretera Panamericana Norte, la guardia de los efectivos de la Policía de Carreteras había terminado. Hacia la medianoche, una alerta de la base policial de Casma había advertido a todas las patrullas de la zona que una banda de asaltantes tomaba dirección hacia Huarmey. Un cerco policial estaba registrando a los vehículos que venían de norte a sur. Villarroel decidió aprovechar el momento de distensión para estirar las piernas, bajó del patrullero y se dirigió hacia una de las garitas del peaje.
Durante las tres horas que duró el operativo, ninguna banda de asaltantes cruzó el cerco policial y el suboficial se la había pasado intercambiando comentarios con los choferes, aconsejándoles prudencia para el resto del viaje. Vio rostros de todo tipo: adultos y ancianos, reconfortados, con los ojos hundidos e inyectados en sangre. Los años de experiencia le enseñaron a reconocer a un conductor con los cinco sentidos al tope y también a aquel convertido en una moneda al aire por el cansancio. Casi siempre en esos casos emitía la pregunta protocolar:
– Todo bien, ¿no?
– Perfectamente, jefe.
La muchacha que atendía en la garita hacia la que se aproximaba Villarroel conversaba con el chofer de un ómnibus rojo de dos pisos. A esas horas de la madrugada, en medio de la nada, se desarrolla una curiosa complicidad entre los guardianes de carreteras y los visitantes ocasionales. Villarroel se plantó frente a la ventana de la caseta y dio media vuelta, los ojos fijos en la oscura inmensidad del desierto, ajeno al diálogo que acontecía a sus espaldas. No llegó a ver el rostro del chofer. Mientras empezaba su andar de un lado a otro, de reojo se percató de que el bus Murga Serrano aceleraba hacia el norte. Horas después, mientras el bus yacía en esa misma carretera en cuatro partes desiguales, completamente destruido, el peritaje policial concluiría que el conductor se despistó a causa de un pestañeo. La versión no concordaba con la declaración de la muchacha del peaje que había visto al conductor en perfecto estado. Villarroel pensaría luego que le hubiese gustado comprobar todo ello por su cuenta. Aún no eran las cuatro de la mañana cuando empezó a garuar y el suboficial decidió volver a la camioneta.
Villarroel observó a su ahijado de escuela, el suboficial Guevara, durmiendo en el asiento del copiloto. Hacía un par de minutos que por el peaje no pasaba vehículo alguno. El silencio era casi absoluto. Entonces, recibió la llamada.
-Promoción, aquí Cumpa. Registran accidente en el kilómetro 315. Acérquese a inspeccionar.
Villarroel tomó la radio y sacudió al suboficial Guevara. Este lo miró con ojos adoloridos. “Accidente en el 315, voy a adelantarme para hacer el parte”.
Sabía que en menos de un par de minutos llegaría al lugar del evento, así que manejó el vehículo a velocidad prudente. La autopista tiene dos vías, de sur a norte y de norte a sur, de dos carriles cada una, separadas por una estrecha franja de tierra, sin ninguna cerca metálica. Un letrero apenas perceptible advertía una curva hacia la izquierda. La neblina era intensa. No había postes de luz, y ni siquiera los ojos de gato y demás tachas reflectivas que delimitan las calzadas permitían una adecuada visión más allá de los cien metros.
Poco después Villarroel logró reconocer un ómnibus azul de dos pisos varado en posición transversal en la vía norte-sur; tenía las partes delantera y posterior destrozadas y lo cubría una nube de tierra. Sus años como policía de carreteras lo habían acostumbrado a los accidentes más inauditos e inesperados, y la imagen de aquella máquina herida en medio de la calzada no lo impresionó. Estacionó el vehículo y apagó sus luces mientras sacaba la radio: “Base, envíen una ambulancia al kilómetro 315. Volcadura de ómnibus de dos pisos. Cambio”. La garúa continuaba. Progresivamente, mientras avanzaba a pie en medio de una oscuridad casi absoluta, Villarroel fue divisando otras formas negras, enormes e inertes, a unos metros del ómnibus. Cada vez escuchaba más fuerte ruidos que parecían lamentos.
De pronto, al acercarse lo suficiente, el cuadro se le presentó completo: a unos cincuenta metros del ómnibus que vio primero, otro del mismo tamaño, de color mostaza, yacía clavado en el desierto con la parte delantera destrozada. Más allá, un tráiler frigorífico blanco botaba humo, con la cabina del piloto completamente desaparecida. Desperdigados entre los vehículos, cuatro enormes amasijos de fierros se ubicaban a regular distancia unos de otros. Villarroel tuvo que avanzar un poco más para caer en cuenta de que se trataban de partes de un mismo bus. Se adentró un poco más en la escena y vio figuras humanas oscuras regadas en el cemento, unas sin vida y otras aún retorciéndose. Escuchó rezos y voces de auxilio.
El suboficial seguía caminando, ahora lentamente, cuando sintió que una mano lo tomaba de la basta del pantalón: era una mujer con la columna doblada, que pedía ayuda con una expresión que hasta el día de hoy no logra olvidar. De una sola barrida lenta pudo ver a un anciano sin brazo, una mujer con el estómago abierto y otra desfigurada. Vio limones desperdigados, innumerables biblias pequeñas, aceite, charcos de sangre. Intentó calcular el número de cuerpos que veía por todos lados: eran más de un centenar. Con cada segundo que pasaba se hacía más sensible a los gritos. Más allá, un diminuto bulto llamó su atención. Al observarlo mejor, pudo notar que era un feto. Entonces pensó que era una pesadilla.
-Cumpa, es Villarroel… Esto es un infierno, una desgracia… Llame a todas las unidades posibles.
A una mediana distancia, algunos carros empezaban a estacionarse al borde de la carretera.
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José Flores Ramón solo estuvo un par de horas en su casa antes de salir nuevamente rumbo al terminal de Fiori, en el distrito de Independencia. Ese día había llegado a Lima desde Chiclayo a las ocho de la mañana junto con Artimidoro Gonzales Crisanto, su compañero en la empresa de transportes Murga Serrano. Ambos acordaron encontrarse en la estación a las cinco de la tarde para emprender otro viaje y aprovechar las horas al máximo. Era el domingo 22 de marzo del 2015, un día antes del accidente en el kilómetro 315 de la Panamericana Norte.
En un día cualquiera, el bus de placa B7P-953, del cual Artimidoro Gonzales era el primer piloto y José Flores, el segundo, se estacionaba en la terminal a la espera de agotar los pasajes para la ruta Lima-Chiclayo. De esta forma, Flores se aseguraba 150 soles por viaje de Lima a Chiclayo, ida y vuelta; ese día, sin embargo, Artimidoro le dijo que debían recoger a un grupo de religiosos del Movimiento Misionero Mundial en el Estadio de San Marcos.
Flores y Gonzales llegaron a las inmediaciones del estadio, en la avenida Venezuela, cerca de las siete de la noche. Los hermanos evangélicos salieron del estadio aproximadamente a las once y media.
Una vez que el bus emprendió la marcha, y luego de registrar a los pasajeros, Flores ingresó a la cabina del copiloto para descansar. A él le correspondía tomar el volante cuando llegasen a la ciudad de Huarmey. Al día siguiente, interrogado por el fiscal Antonio Huallpa Chuctaya en una camilla del Hospital de Apoyo de Huarmey, Flores declararía que no sabía por qué Artimidoro Gonzales, que había estado manejando por más de cinco horas seguidas, no lo había despertado para el relevo obligatorio. Encerrado en la cabina, profundamente dormido, no supo tampoco contra qué había impactado el ómnibus. Solo recuerda hasta hoy que lo despertó un golpe descomunal, que intentó agarrarse instintivamente, que al instante notó que no había pasadizo ni absolutamente nada para agarrarse, que tenía la sensación de que el bus continuaba avanzando hasta que se dio cuenta de que se encontraba en apenas un fragmento del bus que seguía deslizándose por inercia, y que lo rodeaban gritos, llantos y desesperación.
Cuando despertó estaba tendido en el pavimento. Se percató de que estaba semidesnudo, sin zapatos, con lesiones profundas en la pierna izquierda y un dolor que le impedía caminar. Lo condujeron a otro vehículo y permaneció allí hasta las nueve de la mañana, luego lo llevaron a un hospital. Después del interrogatorio del fiscal, cayó en un sueño profundo. En la tarde despertó aturdido en el hospital Hipólito Unanue de Lima.
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Mientras Herbert Santamaría y Vladimir Pintado corrían al terminal terrestre de Chiclayo para tomar uno de los últimos buses que salían de la ciudad, cuarenta mil de sus hermanos en Cristo lloraban de rodillas en un viejo estadio de Lima. La Convención Familiar 2015 del Movimiento Misionero Mundial, congregación religiosa a la que pertenecían, había empezado el martes de esa semana en el estadio de la Universidad de San Marcos, y en ese momento, la cuarta noche estaba culminando.
Ambos, compañeros en la especialidad de ingeniería civil de la Universidad Pedro Ruiz Gallo, habían desistido de participar en la convención por la sobrecarga laboral y académica. Fue a último momento que decidieron viajar a la capital para unirse a las celebraciones que terminaban el domingo.
En Lima, los días de culto transcurrieron entre cánticos y alabanzas con viejos conocidos de Lambayeque, Moyobamba y Rioja. De esta última provincia provenía Weider Leonor, un joven de veintidós años con quien congeniaron rápidamente.
Clausurada la convención, cuando los compañeros buscaban transporte de retorno, el pastor Pedro Cabrera les comunicó que había espacio en el bus que él supervisaba. Weider, el amigo riojano a quien acababan de conocer, dejó otro bus para acompañarlos. Al subir, José Flores, el segundo piloto, registró sus boletos. Los tres pasaron entre niños y ancianos, parejas de esposos y familias enteras para tomar los asientos del fondo: Vladimir hacia la ventana izquierda, Herbert a su derecha y Weider hacia el otro extremo, separado de ellos por dos hombres mayores.
-Señor, te agradecemos los días que hemos pasado en familia y rogamos en tu infinita misericordia que protejas este viaje -dijo en voz alta el joven riojano y los demás pasajeros lo siguieron.
En el segundo piso los hermanos de la banda de música continuaron tocando hasta pasada la medianoche. Se impuso en el bus un sueño ligero, solo interrumpido por el llanto de algunos niños en la madrugada.
Unas tres horas después, a Herbert lo despertó un sonido de claxon que se aproximaba. Casi al mismo tiempo sintió una sacudida rápida y cómo su cuerpo resbalaba hacia la derecha de su asiento y se separaba de este. El impacto fue violento. El vehículo se precipitó hacia la izquierda de la vía, pero, una vez volcado, fue la parte derecha la que quedó en el pavimento, de manera que, en la posición final, Herbert recibía el peso de su compañero que iba a la izquierda y ambos aplastaban a los ancianos que iban en la misma fila y a su amigo Weider. El ómnibus había quedado tendido en el pavimento, a la altura del kilómetro 315 de la carretera Panamericana Norte.
En pocos segundos de agitada confusión, Vladimir, atrapado entre los asientos, se estiró para romper la ventana que tenía sobre sí. Hombres gritaban y niños lloraban, muchos rezaban en voz alta. Vladimir escuchó a Weider pedir calma.
De pronto, y sin que ninguno de los dos hermanos escuchara nada, un segundo impacto desató la oscuridad.
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A un mes del accidente, el paisaje del kilómetro 315 de la Panamericana Norte, dominado por montañas de tierra y desierto, luce como antes, a excepción de dos nichos ubicados al lado de la carretera. En uno de ellos, Juana Zegarra, vestida de negro, retira unas flores marchitas. Para ella, volver a este lugar significa recordar la incertidumbre vivida horas antes de confirmar que su pareja por más de 20 años y padre de sus dos hijas, Roy Cano Sam, había fallecido.
La madrugada del domingo antes del accidente, Roy y Juana regresaban de una fiesta. Roy debía viajar a Trujillo para tramitar su licencia de conducir. Salió de su casa en Chancayllo, un lugar a dos horas y media de Lima, ya pasadas las nueve de la noche. Debía tomar el bus a las diez y llegar a su destino a las cuatro de la madrugada del día siguiente.
El lunes avanzaba con normalidad. La hija menor de Juana tomaba desayuno cuando escuchó en el noticiero que había ocurrido un accidente en Huarmey. Al recordar que su papá viajó la noche anterior, se lo comentó a su madre. Para tranquilizar a la niña, Juana aparentó no tomarle importancia al hecho. Pero cuando su hija se fue a la escuela empezó a llamar a Roy repetidas veces, todas sin respuesta. Quizá se había quedado dormido en el hotel o tal vez estaba en alguno de los buses detenidos en la carretera por el accidente.
El tiempo transcurría y, al no tener noticias de Roy, imaginó el peor escenario posible hasta ese momento: estaba herido o inconsciente o había perdido la memoria. Debía buscarlo.
En el hospital de Huarmey, Roy no figuraba en la lista de víctimas. Debía ir a Chimbote, lugar donde algunos cuerpos no identificados habían sido trasladados.
En el Perú, solamente en el 2014 ocurrieron 2334 accidentes en las carreteras, los cuales costaron 826 vidas y dejaron 5624 heridos. Juana alguna vez escuchó, a la ligera, información como esta en los reportes de noticias; sin embargo, no fue hasta ese momento, de camino a Chimbote, que las cifras cobraron su real peso. Si su temor se confirmaba, su pareja sería un número más en las estadísticas.
Ya en la Morgue de Chimbote le confirmaron que Roy había muerto en el accidente. Al inicio, Juana no admitiría que aquel cuerpo fuese de su pareja, pero la huella dactilar descartó cualquier duda. Identificar y llevarse a casa el cadáver de Roy era lo que seguía, pero al no estar casados se lo impidieron. Solo familiares directos podrían reclamar el cuerpo. Finalmente, por compasión o pragmatismo, los encargados de la Morgue de Chimbote accedieron a entregarle el cuerpo de Roy.
Sin embargo, la tragedia no acabó con el entierro. Después de la muerte de su pareja, muchas cosas han cambiado. Juana tuvo que vender algunos de sus bienes, trasladar a su hija menor a un colegio estatal y asumir las deudas que había tramitado como soltera.
Para Juana, esta tragedia tiene un responsable que debe estar en la cárcel, pero su intención de iniciar una demanda judicial contra la empresa para pedir una indemnización implicaría un gasto que no puede pagar. El abogado que la asesora cobra 300 soles mensuales, aparte de 1000 soles iniciales por brindar sus servicios legales. Haciendo cálculos, a partir del dinero que invertiría, si efectivamente pudiera obtener una reparación económica en unos 3 o 5 años esta no alcanzaría para pagar la deuda de 250 mil soles que tiene con el banco.
Solo con el dinero recibido por el SOAT (S/. 15, 400 soles ) y sin el apoyo de Roy, Juana y sus dos hijas ya perdieron la esperanza en la justicia y en que revierta de algún modo el daño que les causaron.
Juan Carlos Dextre, especialista en temas de transporte, sostiene que, en países como Argentina, Autopista del Norte S.A., concesionaria encargada del estado de la autopista, compartiría responsabilidad por el accidente. De hecho, el informe de la División Policial de Chimbote 16-2015 señala que, además de los elementos propios de la naturaleza (neblina y garúa), uno de los factores desencadenantes del accidente fue la escasa iluminación de la vía, que afectó el campo visual de los conductores de los cuatro vehículos y afectó su capacidad de reacción y reflejos.
El mismo día del accidente, el Defensor del Pueblo, Eduardo Vega Luna, advirtió la necesidad de que el Ministerio de Transportes, a través de Provías Nacional, supervise que la Panamericana Norte cuente con guardavías apropiados, bandas rugosas en los márgenes y adecuada señalización y mantenimiento de la infraestructura.
Hoy en día, la Panamericana Norte, a la altura del kilómetro 315, no cuenta con vallas ni cercos de seguridad. El espacio que separa sus vías consiste en una estrecha superficie de tierra: cualquier vehículo que se desvíe lo suficiente de la pista que va en dirección al norte acabaría volcado en la vía contraria. Al igual que el día del accidente, la única luz que asoma en las madrugadas proviene de los faros de los vehículos que atraviesan el desierto.
Autopista del Norte S.A. tiene la concesión de la ruta Pativilca-Trujillo, donde ocurrió el accidente, hasta el año 2036.
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Vladimir Pintado Díaz pasa los días en un cuarto alquilado en Lambayeque concentrado en su tesis de licenciatura. A diferencia del suboficial Villarroel, todos estos meses ha conversado sobre el accidente de Huarmey hasta el hartazgo. La narración se ha vuelto casi monótona.
-Luego del segundo impacto y del torbellino de vidrios, fierros y gente volando, caí desmayado. Cuando desperté, oí la voz de Herbert Santamaría llamándome. Vi a mi alrededor y sentí miedo. El miedo hace que el corazón se endurezca. Vi que estaban muertos rostros conocidos: el pastor Pedro, su esposa y una mujer embarazada. Herbert dice que vio a Weider ayudando a algunos heridos. Yo solo sé que en el hospital vimos su cuerpo muerto sin ningún signo de daño.
Una larga cicatriz en la cabeza es el único recuerdo manifiesto que le queda del día del accidente. Hasta hace poco las secuelas incluían extraños escalofríos en la noche y un repentino temor a la oscuridad.
-¿Por qué cree que pasó esto con hermanos seguidores de Cristo?
-Es una pregunta que se ha hecho mucho. No hay respuesta. A veces las cosas pasan sin explicación. Solo queda seguir buscando el rostro del Señor; algún día habrá respuesta. Yo tomé un carro para salir de Lima, a la media hora cerré los ojos y desperté a las cuatro de la mañana en medio de una tragedia. El hombre sabe cuándo nació, pero no cuándo morirá; yo a los 26 años casi muero.
-¿Y Murga Serrano?
-Cuando estábamos ya en el hospital, solo se acercaron a preguntar por sus pasajeros los representantes de las otras empresas involucradas (Erick El Rojo S.A. y Challenger S.A.). Nadie de Murga se preocupó por nosotros. En Chiclayo cerró un par de semanas, pero luego continúo funcionando con normalidad. No sé en qué habrá quedado.
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Más de un año después de ocurrido el accidente en el que murieron treinta y siete personas y más de ochenta quedaron heridas, el proceso penal iniciado por la Fiscalía Provincial de Huarmey continúa. Quien lleva actualmente el caso es la abogada Beatriz Gómez. Sobre Artimidoro Gonzales, principal responsable del accidente según las pericias policiales, no es mucho lo que se sabe. La fiscal señala que los principales problemas en cuanto a responsabilidad penal del chofer son su avanzada edad (69 años durante el choque) y el estado de invalidez en que quedó. En nuestro país, ser menor de 21 años y mayor de 65 conlleva a tener responsabilidad penal restringida: es decir, si el conductor fuera condenado solo recibiría la mitad de la pena.
Hay que tener en cuenta, también, que el informe de los médicos legistas, importante en la investigación fiscal para determinar a los responsables y la magnitud del daño ocasionado, al día de hoy no ha sido presentado.
La fiscalía no ha podido comunicarse con la empresa Murga Serrano; las notificaciones a la dirección que figura como domicilio fiscal no han sido respondidas. La fiscal calcula que la reparación civil que le correspondería pagar a Murga Serrano a cada víctima sería de unos 50 mil soles. Si por lo menos treinta de las víctimas recibiera la suma, la cifra ascendería a 1 millón 500 mil.
El informe técnico de la Superintendencia de Transporte (Sutran) N°321-2015, realizado al día siguiente del accidente, encontró responsable a Turismo Murga Serrano E.I.R.L de incumplir con verificar que sus choferes no excedieran las jornadas máximas de conducción, que son de cinco horas consecutivas en el día y cuatro en la noche, y suspendió la licencia de la empresa para funcionar en la ruta Lima-Chiclayo. El 09 de abril, la suspensión fue renovada y se inició un Procedimiento Administrativo Sancionador. La respuesta de Murga Serrano, mediante carta del 14 de abril, se basó en que tanto Artimidoro, jefe de máquina, como José Flores, segundo piloto, eran conductores experimentados en el transporte interprovincial y que conocían el límite de trabajo continuado: por tanto, eran ellos los únicos responsables de no haber efectuado el cambio a tiempo. Además, no había forma de demostrar que efectivamente era Artimidoro quien se encontraba manejando, toda vez que su propia esposa, Juana Palomino, manifestó que quien se encontraba conduciendo era el segundo piloto, José Flores.
Tal versión se contradice con las pericias policiales, la declaración de José Flores y la versión actual de Juana Palomino y Artimidoro Gonzales, cuya ubicación se ha mantenido hasta ahora en secreto.
Ambos poseen hoy un negocio de venta de comida en el distrito de San Martín de Porres. Lo abrieron para sostenerse una vez que Artimidoro Gonzales quedó incapacitado para manejar vehículos. Le tomó un año recuperarse de las secuelas del accidente. El brazo derecho, sometido a quince operaciones, le ha quedado torcido e inutilizable, inclusive para tareas básicas como escribir o comer.
-Venía manejando y me chocaron por detrás -fue lo único que dijo sobre el momento del accidente Artimidoro Gonzales, antes de sostener que por órdenes de su abogada no podía decir más.
Según Juana Palomino, de Murga Serrano, hasta hoy, solo han recibido 550 soles; luego de eso, la empresa no ha establecido comunicación con quien había trabajado más de cuatro años para ellos. “Ni siquiera para preguntar por su salud. El Ministerio de trabajo los ha notificado hasta cuatro veces, y no hubo respuesta. Nos han abandonado a nuestra suerte”.
Pese a que se ratificó la cancelación de la licencia de Murga Serrano para la ruta Lima-Chiclayo el 29 de mayo del 2015, la empresa siguió trabajando en sus otras rutas al interior del país, con una regularidad tal que a fines de ese año ocupó el tercer lugar en el ránking de Participación en Accidentes de Tránsito. Según la Gerencia de Procedimientos y Sanciones de la Sutran, durante el 2014 y 2015, Murga Serrano acumuló 1603 infracciones; en enero y febrero de este año, ya tenía 24. En el 2015, dejó sin pagar 91 multas a la Sutran, por un valor de 71 mil 995 soles.
Pero la informalidad del sistema de transporte del país no solo se manifiesta en empresas con altos índices de infracciones que circulan por las carreteras. Otro aspecto del problema es la modalidad en que se obtienen licencias de circulación.
En noviembre del 2011, Murga Serrano solicitó al MTC una nueva autorización, la ruta Lima-Niepos (Cajamarca), la cual le fue negada por no cumplir los requisitos establecidos por el Reglamento de Transporte: un estudio de factibilidad de mercado, financiero y de gestión; y contar con terminales y estaciones de ruta en cada uno de los extremos de la ruta que opera. En enero del 2012, la empresa denunció al MTC por negarles la autorización, y el 15 de marzo de ese mismo año Indecopi, encargada de supervisar la legalidad de las normas y exigencias de las entidades del Estado, le dio la razón a Murga Serrano al alegar que los requisitos del Ministerio no estaban justificados, de acuerdo a la Ley de Procesos Administrativos. Cuando el MTC debe sustentar sus requisitos, sostiene Indecopi, la mayoría de las veces no lo hace.
Esta divergencia entre ambas instituciones ha permitido que no solo Murga Serrano, sino también muchas otras empresas de transporte circulen por las pistas pese a, en un primer momento, no haber recibido autorización del MTC.
En el terminal de Fiori, Murga Serrano ha vuelto a operar en la ruta Lima-Chiclayo, y entre los viajeros frecuentes sus unidades siguen siendo conocidas como garantía de transporte rápido.
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–Huarmey enfermó la semana del accidente. En la televisión, la sangre, la carne te las ponían en la cara.
Más de un año después, el suboficial César Villarroel conversa con detalles sobre el tema por primera vez. Hasta hace poco el recuerdo del accidente del que fue testigo lo asociaba a imágenes y preguntas que prefería evitar. Cuando abandonó las carreras de literatura y psicología en la Universidad San Agustín de Arequipa, tenía la convicción de que como policía podría encontrar historias apasionantes, similares a las narraciones que lo cautivaban en los libros que leía desde niño. Luego del accidente no duró más de un mes en la dirección policial de carreteras. Hoy trabaja en la comisaría de la calle central de Huarmey.
Lo que más le impresiona de recordar ese día no son las visiones de buses en llamas, los cuerpos diseccionados, la tensa atmósfera protagonizada por hermanos que lloraban en la pista a sus muertos, sino lo poco que se comprendió el tema y sobre todo cómo, desde entonces hasta hoy, nada ha cambiado.
-Fue un accidente kafkiano, ¿sabes? Muchas cosas no tenían sentido. Las patrullas transportaban a los heridos al hospital más cercano y luego estos morían ahí porque no había personal ni equipos para atenderlos. Has ido al hospital, ¿verdad?
El hospital de apoyo de Huarmey, el más cercano al punto en que ocurrió el accidente, solo contaba ese día con veinticinco camas para más de ochenta heridos, la mayoría de gravedad. Al igual que entonces, el día de hoy solo tiene un médico de turno y escasas enfermeras; hay sesenta plazas de médicos que no son cubiertas. Por ser un nosocomio provincial, le corresponde la categoría II-1, lo que implica que debería disponer del equipo y personal necesarios para brindar atención de calidad en, por lo menos, medicina general, pediatría, gineco-obstetricia y cirugía. Es probable que, ese día, algunos murieran en los pasillos debido a la precaria infraestructura, propia de una posta. Si un accidente similar ocurriera hoy, la suerte sería la misma.
-En el Perú los accidentes a menudo tienen que ver con la geografía de las carreteras o el clima. Lo de Huarmey no fue así. Fue la informalidad, y contra ella no se puede luchar. ¿Qué variantes intervinieron para que el conductor tomase las decisiones que tomó?
Villarroel no sabe nada del conductor del Murga Serrano; escuchó que quedó paralítico o, incluso, que murió. Para él, es una víctima más del sistema informal de transporte, de rutinas crueles y mal pagadas, como pueden ser a veces las del policía. No imagina cómo un solo individuo puede provocar de golpe tanta muerte y ser solamente él culpable.
Villarroel pasa por el lugar del accidente casi todos los días. No se ha puesto allí ninguna señal que recuerde que ocurrió una tragedia que cambió la vida de más de cien personas. No extraña sus días como policía de carreteras, las jornadas de soledad interminables encerrado en una camioneta, interrumpidas por asaltos, intervenciones o accidentes ocasionales. Entró a la policía para observar en carne propia las historias que antes estaban fuera de su alcance. En un solo accidente, y sus consecuencias, vio muerte, dolor inocente e indiferencia. Luego de ese día y los que lo siguieron, el suboficial cree haberlo visto todo.