El Festival de Cine de Lima reúne cada año más de 300 películas, cien mil asistentes e invitados de primer nivel. Se ha posicionado como uno de los más importantes de la región. Sin embargo, su nacimiento hace veintidós años fue modesto y distaba del glamour consagratorio que lo envuelve ahora.
Por: César Cavero
Fotos cortesía del Centro Cultural PUCP
También los festivales nacieron pequeños. Esta frase tituló la memoria del 18° Festival de Cine de Lima, en 2014, y resume su evolución. Este evento, que proyecta en cada edición más de 300 películas, empezó en 1997, con 30 filmes en una única sala. Ni siquiera empezó con el nombre que lleva hoy. No era un festival, sino que inició como un modesto encuentro de cine.
Veintidós años después, Alicia Morales, una de las fundadoras, confiesa: “Lo que era un sueño ahora es una realidad que ha superado lo que imaginamos al empezar”. Y es que todo evento empieza como una idea fugaz, un sueño lejano, y una propuesta miedosa. “Fue una serie de [afortunadas] coincidencias”, explica el otro fundador y su primer director, Édgar Saba.
El origen se encuentra en 1994, cuando se inauguró el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú (CCPUCP), y Saba y Morales asumieron su dirección general y adjunta, respectivamente. Allí se proyectaban distintas películas los fines de semana, y también se daban cursos y seminarios. Por entonces, una encuesta a los asistentes reveló un interés por el cine latinoamericano, que no llegaba a las salas comerciales.
El año clave en esta historia es 1996. Si bien Édgar había soñado con realizar un festival al asumir la dirección del CCPUCP, fue Alicia quien propuso la idea al entonces rector Salomón Lerner, como parte de las celebraciones por el 80 aniversario de la PUCP. Las autoridades universitarias vieron con buenos ojos el proyecto.
Ese mismo año, el cubano Carlos Galiano llegó a Lima a dictar un seminario sobre cine latinoamericano. Entre conversaciones con Saba y Morales, les planteó a ambos que vayan a visitar el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. La respuesta de Saba fue premonitoria: “Si voy a La Habana es para aprender, regresar y hacer un festival aquí”. Esa misma semana, Saba recibió la llamada de Hernán Lanzara, ejecutivo de Cerveza Cusqueña. La empresa había decidido otorgar un premio cultural pero como no sabían a qué arte, querían su consejo. Él, en cambio, les propuso apoyar el proyecto que estaba germinando.
“Fue coincidencia que una empresa privada estuviera dispuesta a auspiciar el festival y que yo estuviese pensando en ir a Cuba”, cuenta. Él tiene una teoría respecto a cómo se emprenden los proyectos: las cosas nacen de la manera más sencilla. “El impresionismo no es más que cuatro amigos en una taberna de París. Ahora éramos el señor Lanzara, Carlos Galiano, Alicia Morales y yo. Cuatro amigos, esta vez, en la cafetería del CCPUCP”.
Édgar y Alicia partieron a La Habana para conocer ese nuevo mundo. Ella cuenta que al bajar del avión él, desconcertado, le preguntó cómo se pide un café. “Cuba es un país socialista, un sistema distinto”, relata. No había que entender solo este juego de qué dar a cambio de un café, sino también toda la maquinaria existente detrás del festival.
El festival inició únicamente con la Sala Roja del CCPUCP. Pero conseguir las películas fue una tarea titánica. Para convencer a sus responsables de proyectarlas en un festival que aún no existía, Saba tuvo que hacer de todo: vender Machu Picchu como atracción, bailar, pedir por favor, que apoyaran el nuevo festival y hasta, recuerda, quitarse el pantalón. Había que convencerlos de que en el festival se iba a cuidar las películas y presentarlas de la mejor manera posible.
El 1 de agosto de 1997 se inauguró la primera edición del festival, que ya reclamaba su carácter regional, pues se llamó Encuentro Latinoamericano de Cine. Este estuvo marcado por el poco presupuesto, pues algo crucial al momento de realizar un evento de esta envergadura fueron los auspicios. Además de Cusqueña, eran esenciales una aerolínea, un hotel y movilidad. Sorprendentemente, la directiva del Swissôtel aceptó ceder las habitaciones para los invitados luego de que Saba les contara del nacimiento del festival. En cambio, no hubo auspicio de movilidad y tuvieron que improvisar. Hasta la mamá de Saba cedió su Mercedes para el uso de la actriz mexicana Silvia Pinal. No consiguieron la aerolínea que necesitaban para poder traer a Lima a los invitados internacionales. Querían una de bandera nacional y no hubo una que cumpla con ese requisito.
Esta primera edición nació con un tipo de público específico –que se ha ido abriendo con el paso de los años–: uno especializado, urbano, que va al cine y que busca un contenido alternativo, tendiendo hacia el foco latinoamericano. Pero también se quería atraer a un público joven, universitario. Por eso se programó el festival en agosto, en contra del sentido común que dicta que los festivales se hacen en verano. Sin embargo, este detalle terminó jugando a su favor, no solo porque cumplió su cometido y el público espera a agosto para asistir, sino porque este es el primer festival latinoamericano celebrado después del de Cannes. Esto significa que la primera proyección de las películas que compitieron allí se hace en Lima, además de nutrirse de los filmes que destacaron en Venecia, Berlín o Sundance.
Diez días después terminó la primera edición del Encuentro Latinoamericano de Cine. Lima disfrutó no solo de las películas seleccionadas, sino que también de la presencia de figuras del cine, como el boliviano Jorge Sanjinés o los mexicanos Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego. Durante la clausura, Édgar Saba aprovechó antes que el rector Salomón Lerner suba al escenario para decirle: “Salomón, tienes que anunciar la segunda edición”.
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Y anunciar así la tercera, la cuarta, la quinta y las demás ediciones. Pero cada año organizar el festival era un reto: conseguir las películas, los invitados y superar las ediciones anteriores. Mientras más iba creciendo, más difícil se hacía la tarea. Había que hacerla con la experiencia de adulto, pero con la ilusión de un niño. Aun así, cada año los organizadores vacilaron la posibilidad de cancelarlo. ¿Por qué? “Porque me cagaba de miedo”, confiesa Saba. Agotamiento, cansancio, tristeza, sentimientos alrededor de un proyecto tan grande; sin embargo, siempre se sobreponían a este bajón anímico, pues hay que ser “inaccesibles al desaliento”.
Distintos momentos, altos y bajos, enmarcan los 22 años del Festival de Cine de Lima. En 2010, por ejemplo, se había anunciado la llegada de Ricardo Darín para ser homenajeado en el festival. De pronto, el 27 de julio, 11 días antes de la inauguración, llegó la noticia de que el actor había cancelado. “Nadie sale del edificio”, fue la orden que dio Saba en ese momento. Reunió a los trabajadores en el CCPUCP y dio un ultimátum: “Si alguien de prensa, de la administración, quien fuese, filtra que Darín no viene, lo despido. Yo me voy a encargar”. Saba le escribió una muy sentida carta pidiéndole que reconsidere su decisión, y llamó a amigos de ambos en España y Argentina para que ayuden a convencerlo. “Como si fuera un líder político y no un actor”, recuerda Saba. El día siguiente, 28 de julio, a las 7 de la mañana, desde Madrid, Darín respondía y difuminaba los temores: “No puedo dejar de ir después de esta carta”.
El año siguiente el honor lo tuvo Geraldine Chaplin, hija de Charles Chaplin. El 5 de agosto participó en la inauguración del Festival en el Museo Pedro de Osma. Iba a cantar previo a la proyección de la película canadiense Brand upon the Brain! De pronto, fallas técnicas en el sistema de sonido truncaron su acto. En una clara señal de grandeza personal, Chaplin salvó la noche: “Como todo se ha estropeado; no se preocupen, voy a contarles chistes”. Con algunas anécdotas y bromas, un par de ellas subidas de tono, entretuvo al auditorio y logró que el colapso técnico pase por alto.
Uno de los momentos más oscuros del Festival fue en 2007, incluso antes de que inicie. Ese año las ceremonias de inauguración y clausura se realizaron en el Cine Metro del Centro de Lima, y el afiche de esa edición quería dejar en claro el ambiente del sector histórico de la capital. Se ve graficada una cola de ocho personas, que hacen referencia a figuras del cine, para comprar sus entradas en la boletería. Entre ellos, a un lado, se ve a un hombre encorvado, de espaldas, de baja estatura y de piel oscura, presumiblemente en referencia a uno de tantos personajes que venden golosinas en las colas de los cines. La reacción al afiche fue brutal y el festival fue tildado de evento racista y elitista. “No hubo mala intención”, confiesa Saba. “Se nos pasó a todos. Fue un error que no hubiéramos cometido con conciencia”.
Una historia no muy conocida es la que motivó que se establezca un jurado oficial para seleccionar los filmes ganadores de cada edición. Previamente, esta labor recaía en la crítica cinematográfica. El punto de quiebre se dio en 2002, durante la sexta edición. El día anterior a la clausura, se le informó al director del festival qué película había resultado vencedora. Saba, entonces director, leyó el veredicto que otorgaba el primer premio a una película mexicana no muy de su agrado. Él solo atinó a ir al baño, patear las tapas de los inodoros y morder las toallas que había. De camino a su oficina, ingresó a la sala de reuniones de la crítica. “Maestros, una pregunta, ¿en algún momento pensaron ustedes que podía ganar esta película?”, dijo mientras que con el dedo señalaba la brasileña A la izquierda del padre, que venía de un paso exitoso por varios festivales. “Por supuesto”, respondieron los cinco. “¿Y por qué no ganó?”, inquirió Saba. “Porque es la mejor”. Esta es la respuesta, cuenta Saba, que lo motivó a no renovarle la confianza a la crítica cinematográfica: “Se van todos a la mierda, traemos un jurado de verdad”. Édgar afirma que contar con un panel de primer nivel, conocedores a profundidad del arte cinematográfico, elevó el nivel del festival.
En estos años también desfilaron por la alfombra limeña figuras de talla mundial. El director alemán Werner Herzog vino en 2015. Llegó con su esposa, quien no conocía Perú y a la que quiso enseñarle el país como si hubiera nacido acá. En 2016 el belga Luc Dardénne pidió a la organización que le agenden más actividades porque vio que las acordadas por su agente eran muy pocas. El estadounidense Alexander Payne, por su lado, llegó en 2013, y rechazó el viaje a Cusco y Machu Picchu que se le ofrece a todos los homenajeados invitados. Al contrario, el dos veces ganador del Óscar se quedó en Lima disfrutando de las películas de sus colegas como un espectador más. A este evento también llegaron Atom Egoyan, Pino Solanas, Gloria Pires, Damián Alcázar, Federico Luppi, etc. Hay una idea latente que Morales y Saba mencionan: el que viene al festival siempre quiere regresar.
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En 22 años el festival ha tenido tres directores. Édgar Saba dirigió los primeros 19 años, hasta el 2015. Las siguientes dos estuvieron al mando de Alicia Morales. Y en 2018, Marco Mühletaler asumió las riendas del barco. A él le toca ahora dirigir un evento sólido y con tradición que el público espera. “Es aterrador, es para hacerse la pila en el pantalón”. Pero lo asume y toma la oportunidad para generar cambios en algunas líneas que, señala, debían realizarse a partir de una nueva gestión. Por lo pronto, creó el puesto de director artístico, que desde la edición 22° está en manos de Josué Méndez, quien se encarga de ayudar a construir la oferta del festival con una curaduría particular.
En cada edición el festival reúne cerca de 100 mil personas, entre las proyecciones de películas, clases maestras, conversatorios. El festival ha diversificado su público, cuyo número aumenta cada año: los originales cinéfilos, que buscan una oferta especializada y alternativa, y al público más general, que busca una experiencia de cine distinta y que se acerca con la seguridad de que esta no es una “cuestión de especialistas”. Y el objetivo sigue siendo ese: convocar cada vez más público a las salas y que este se apropien del festival.
Hoy esta fiesta del cine tiene una posición privilegiada entre los demás festivales de la región. Su ADN latinoamericano lo posiciona como la principal vitrina de nuestro cine, para que nosotros mismos podamos disfrutarlo, y para que desde otras latitudes puedan conocer qué se está produciendo en nuestro subcontinente. Lima tiene el honor de ser lugar de estreno de muchas películas, incluso antes que en sus países de origen. Tanto El abrazo de la serpiente como Una mujer fantástica se exhibieron en el festival, antes de que sean nominadas al Oscar a Mejor película extranjera, y que la segunda la gane. De cualquier forma, el Festival de Cine de Lima resalta en la ruta cinematográfica latina.
Toca, ahora, seguir siendo testigos de este hito cultural. Que siga creciendo y convocando nuevos públicos. Que alimente la cultura peruana. Que el limeño pueda “ver lo que ve un bonaerense o un francés, ver películas que nunca se han visto”, como soñó en un inicio Édgar, o “un cine distinto y películas retadoras que no están en cartelera”, como desea Alicia.