La historia oficial es a menudo una suma de censuras y mezquindades. Los émulos de Stalin escribieron una versión épica y viril de la Segunda Guerra Mundial. Durante medio siglo esta consiguió esconder el papel que jugaron las mujeres soviéticas en el conflicto más cruento de la humanidad. Fue Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura 2015, quien reveló la verdad oculta en La guerra no tiene rostro de mujer, un imprescindible libro de testimonios destacado aquí.
Por: Abelardo Sánchez León
El descubrimiento de Svetlana Alexievich llega de a pocos. Recibir el Nobel de Literatura el año pasado fue, sin duda, el gran detonante. Después vinieron los amigos que recomendaban su lectura, especialmente Mario Montalbetti, en enero de este año, cuando leyó su reportaje a Chernóbil. ¿Cómo empezar a desenredar este descubrimiento? Al azar, sin duda, yo empecé con La guerra no tiene rostro de mujer. Después leeré la tragedia de Chernobil y, por último, Los muchachos de zinc, centrado en los soldados soviéticos que combatieron en Afganistán. El universo de Svetlana Alexievich se enfoca en la época soviética; en aquel hombre soviético, en ese ser que según ella misma ha desaparecido.
Una vez, podríamos decir, hubo un hombre, una mujer y un soldado soviético, un espécimen que asociaba su propia vida con la patria. Era una fusión absoluta. La educación soviética había logrado amalgamar ambas nociones en una; nadie, ni hombre ni mujer, se negaba a ir al frente. No tenían que obligarlos. Si no las dejaban, ellas mismas hacían lo imposible para estar en primera línea. La mayoría de las jóvenes que brindan su testimonio en La guerra no tiene rostro de mujer tenía 16 años cuando se enrolaron. Lo recomendable era tener 18 o 19 años. Muchas de ellas terminaron la guerra a los 19 y el tiempo, que suele cincelar los rostros durante décadas, con cierta paciencia, lo hizo con ellas de un solo trazo. Algunas terminaron la guerra canosas.
La estructura del libro de Svetlana Alexievich juega con dos momentos: el de una mujer madura que cuenta cómo fue su participación en la guerra cuando era joven. Entre esos dos momentos hay un foso inmenso. Algo así como el verso de Osip Mandelshtam, epígrafe del libro: “Los millones caídos en balde abrieron una senda en el vacío…” Osip Mandelshtam fue el poeta que se enfrentó a Stalin. El que escribió, obligado, una Oda a Stalin. El que fue castigado en los campos de concentración soviéticos y muriera luego de una atroz agonía.
Svetlana Alexievich nació en Bielorrusia, en 1948, tres años después de que terminara la Segunda Guerra Mundial; o, según los juegos infantiles de los soviéticos, la guerra contra los alemanes, contra los nazis, contra aquellos soldados que se atrevieron a meter su pie en el territorio sagrado de la patria. La patria había que defenderla. Y se la defendió. La Victoria fue de los soviéticos y la visión y la versión de la guerra fue el discurso oficial de la Victoria, una narración que despojaba a la guerra de la naturaleza humana y buscaba, más bien, construir al hombre soviético. Podemos decir que Svetlana Alexievich se enfrentó al régimen stalinista al proponerse narrar la guerra a partir de las personas, de lo que ella llama los pequeños hombres, y no la figura estilizada de los héroes. Y para hacerlo no hay nada mejor que buscar la figura de la mujer, pues la mujer narra intimidades, está acostumbrada más a la vida que a la muerte, a ella le cuesta matar, porque ella, según Svetlana Alexievich, protege la vida, la da, la crea.
Los libros de Svetlana Alexievich son una verdadera sinfonía de voces. Si debemos juzgarla según un género, podríamos decir que se trata del reportaje. Es un acercamiento múltiple a la realidad, a través de diversos niveles: en tiempo presente, cuando ella va, busca y entrevista a las mujeres soldado; cuando transcribe sus respuestas e incluso cuando reflexiona a partir de los testimonios; y cuando nos deja oír las voces de las mujeres en los tiempos de la guerra. Es rigurosa a la hora de transcribir. Por lo general, las respuestas están dentro de compartimentos y llevan el nombre y el cargo de la mujer soldado. Pero no siempre es así. En otras oportunidades se vale de las comillas para intercalar respuestas, tenga o no nombre, al interior de las propias narraciones y reflexiones que lleva adelante.
La Segunda Guerra Mundial dejó el horroroso saldo de 20 millones de soviéticos muertos. Entre los soldados hubo un millón de mujeres, ejerciendo casi toda la gama de cargos: sargento comandante en una unidad de artillería, partisana, enfermera, cocinera, francotiradora, tanquista, transmisora. La gran mayoría de ellas debía recoger a los heridos del campo de batalla, sin abandonar, por ninguna razón, el arma. Estaban obligadas a recoger al herido, pero con su arma.
Los soldados las veían como sus hermanas. Eran unos ángeles caídos en el fango del fragor de la batalla. En los hospitales los soldados se aferraban a sus miembros mutilados, sean brazos o piernas, y deseaban que no los alejaran de ellos. Las mujeres aprendían rápido. Sufrían más que los hombres la hostilidad del terreno, la insalubridad, las escaseces, porque extrañaban su hogar, el cariño y el afecto de la madre. Cuando una de las chicas tenía la suerte de obtener un permiso y visitar su casa por unos días, sus compañeras, cuando regresaba, la olían a profundidad, porque reconocían en ese olor el fuego del hogar.
Una de ellas responde a una pregunta de Svetlana Alexievich de la siguiente manera: “Me dirás cuál fue el peor momento de la guerra, o que es lo peor de la guerra, y creerás que te voy a responder que es la muerte. Pero no. No es así. Lo peor de la guerra es utilizar por más de tres años calzoncillos de hombre, no usar ropa interior femenina”. Cuando llegaban al cuartel les cortaban el pelo, sobre todo la trenza. Les ponían uniforme de guerra. No las dejaban ser bonitas. Eran pretensiosas, claro que sí, querían gustar, se enamoraban, varias de ellas se casaron, tuvieron hijos y nietos y comparten, años después, una vida con quien fuera en su momento un soldado. Una de ellas se molestó cuando le propusieron matrimonio porque lo hizo de pronto, sin preparación, sin entregarle flores. La mayoría estuvo tres años: de 1942 a 1945. Tres años que no olvidan, a pesar de haber empezado otra vida en tiempos de paz. Svetlana Alexievich describe brevemente los espacios en los que viven sus entrevistadas: su recorrido hacia la vivienda, el edificio opaco, la sala, la intimidad como una manera de mostrarnos que la vida está hecha de presente y pasado, de un volver hacia atrás, hacia el horror, hacia la guerra, pero también hacia la vida. “Alrededor de la vida, igual que alrededor de la muerte, hay mucho trabajo. No solo se trata de cargar y disparar, no solo se colocan minas y se desactivan, se bombardea y se hace volar por los aires; no solo se trata de lanzarse al ataque, sino que también hay que lavar la ropa, preparar la sopa, hornear el pan, cuidar a los caballos, arreglar vehículos, tallar madera para los ataúdes, repartir el correo… Incluso en la guerra, la vida se compone de muchas cosas banales… Del trabajo habitual de la mujeres, había montones” recuerda Alexandra Iósifovna.
Las guerras han cambiado y resulta difícil imaginar ese mundo aislado, vinculado eventualmente por la correspondencia. Las batallas cuerpo a cuerpo. El estruendo de los cañones. La aparición fantasmal de los tanques. Las ciudades saqueadas, en llamas, vacías. En San Petersburgo, nos lo recuerdan, no se veían ni ratas. No había codornices. Los niños deambulaban en las calles hasta que se caían de hambre.
El libro se abre sin un prólogo convencional y lo hace, más bien, como una confesión en voz baja. Es un proyecto que madura desde hace tiempo. Entre 1978 y 1985 escribe sobre la guerra. Cuenta su vida, su aldea, su infancia, su familia. La vida de Svetlana Alexievich importa y también interesa la manera cómo encuentra el tono de su reportaje, su voz entre las voces de las mujeres que estuvieron en la guerra, los problemas que tuvo con la censura, las conversaciones que sostuvo con el censor, lo que no quitó, lo que sí y lo que le sugerían quitar. Coloca partes que fueron censuradas. Las visiones contrapuestas entre la versión oficial de la guerra y de la Victoria y la visión que le interesa a ella: el conocimiento del alma. “¿Con qué palabras se puede transmitir lo que oigo? Yo buscaba –dice– un género que correspondiera a mi modo de ver el mundo, a mi mirada, a mi oído”. Ella lee la voz. Se convierte en una gran oreja, bien abierta, que escucha a otra persona. Entre los años 2002 y 2004 intenta recordar a la persona que fue al escribir el libro. Lee su viejo diario. El mundo ha cambiado. La Perestroika de Gorbachov. En ese tiempo publicaron su libro y la tirada fue increíble: dos millones de ejemplares. No había que reescribir sus libros, había que continuarlos.
Descubrir a Svetlana Alexievich significa ingresar a las diversas puertas que ella nos abre como si se tratara de un silbido que viaja hacia el interior, los sentimientos y las emociones de personas con nombre y apellido y que tuvieron un oficio durante los años lejanos de la guerra.