Una reportera descubre la desangelada vida de un niño consumidor de heroína, otro cronista escribe historias estremecedoras para un público norteamericano todavía devastado por los atentados del 11-S. El mismo talento mostraron un puñado de periodistas para presentar, como verdaderos, relatos que eran frutos de la imaginación. ¿Qué tan frecuente es la tentación de mentir en un oficio que pregona su apego a la verdad?
Por: Rodrigo Moreno Herrera
Al este de los Estados Unidos, toda una ciudad busca a un niño de ocho años adicto a la heroína. Su nombre es Jimmy. Sus padres también son adictos, al igual que gran parte del barrio donde vive. Jimmy es aplicado en matemáticas porque cree que le serán útiles cuando concrete su sueño: vivir lujosamente gracias a la venta de drogas. Sin embargo, es probable que por la sobredosis no llegue a la adultez. El jefe de policía Burtell Jefferson ha ordenado una extensa búsqueda que comenzó ni bien la historia salió publicada en The Washington Post. El alcalde Marion Barry ha elevado este hecho a la categoría de emergencia pública y ha invocado a los ciudadanos a estar pendientes de niños con las características de Jimmy. Las agencias de servicio social y escuelas instruyeron a sus trabajadores para que busquen marcas de aguja en los cuerpos de los pequeños. El caso de Jimmy se convertirá en el gatillo de una cruzada contra el uso de drogas. También pondrá en alerta sobre la situación extrema que padecen muchos de ellos. Pero se convertirá, sobre todo, en un recuerdo indeleble para la historia del periodismo porque Jimmy nunca existió.
Cuando se les preguntó a los editores del diario por el paradero del niño, estos se limitaron a responder que revelar detalles de ese tipo violaría el principio ético implícito entre el periodista y la fuente. “El mundo de Jimmy” fue la octava y última historia de una serie de textos publicados, entre agosto y setiembre de 1980, como parte de una campaña acerca de la penalización del uso de heroína. Fue también el impactante cierre de la misma y el inicio de todo un debate en su época. La atención pública se centró en la autora del reportaje, una talentosa redactora afroamericana llamada Janet Cooke. Ella no esperaba la repercusión que su reportaje provocó en la sociedad, o tal vez sí. Ante la negativa de los editores, la policía continuó con la búsqueda de Jimmy los meses siguientes; no obstante, había rumores de que el niño no era real. Pasado un tiempo, Cooke creyó librarse de los constantes interrogatorios a los que fue sometida las primeras semanas tras la publicación de su texto. Incluso el legendario Bob Woodward la defendió y sostuvo que su historia era real, pero su intervención no quedó allí: también recomendó el reportaje para el premio Pulitzer, que Cooke ganó en 1981.
Tras oír este anuncio, los editores del diario Toledo Blade notaron inconsistencias en la biografía de la autora que acompañaba al artículo ganador. De inmediato se pusieron en contacto con Ben Bradlee, editor de The Washington Post y responsable de la cobertura del caso Watergate, para informarle de aquella situación. Lo que antes parecían imprecisiones ahora era casi una certeza en toda la redacción. Cooke admitió que la información de su hoja de vida era falsa. Bradlee y otros editores la abordaron por última vez para que revele el paradero de Jimmy. Finalmente confesó. Tras largas horas encerrados en una oficina del diario Cooke reveló que todo fue una invención suya. A los dos días de recibir el premio, el comité del Pulitzer le retiró el galardón. Las consecuencias fueron investigaciones a gran escala dentro del diario y el cuestionamiento del público sobre el deber ser del periodismo. Pero la más importante e irreversible sería la incertidumbre ineludible sobre la solidez de un oficio que se basa en la verdad.
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La esencia del periodismo es la reportería, que se encarga de respaldar la información descrita. Pero cada vez los diarios prescinden de su función y esta práctica se ha convertido en una de las tendencias que adoptan las redacciones. Se ha instalado la costumbre de voltear cables o noticias casi por inercia. Uno de los riesgos de adoptar este tipo de hábitos es volverse vulnerable a la invención de datos, pues se pierde el instinto que nace a partir de confrontar fuentes. Casos como el de Jayson Blair o de Stephen Glass son ejemplos del punto al que puede llegar a desvirtuarse el oficio del reportero por culpa del mal uso de las nuevas tecnologías.
Luego del error de Janet Cooke, muchos redactores afrodescendientes tuvieron problemas para insertarse en el mercado laboral. La situación ya era complicada para ellos por ser una minoría racial y fue peor tras la mentira de esta mujer. Sin embargo, existía una ley para contratar personal de minorías étnicas que toda empresa debía cumplir, incluidas las periodísticas. Los postulantes con habilidades de redacción dentro de estos grupos eran peleados por los diarios. Jayson Blair era uno de ellos y rápidamente fue captado por The New York Times. Ingresó a los 23 años y 3 después ya era uno de los más productivos. Sus compañeros de trabajo lo describían como una persona bastante carismática y sociable. Fue así como se ganó a sus jefes y no tuvo problemas al inicio. Pero comenzó a levantar sospechas por su gran producción de textos en contraste con el estilo de vida caótico que tenía. Concitó una mayor atención por parte de sus editores hasta que finalmente descubrieron una serie de engaños dentro de sus reportajes. El presidente de la compañía, Arthur Sulzberger Jr., lo calificó como “el momento más bajo de los 152 años de historia del diario”. La necesidad de los dueños del diario por competir con la velocidad del flujo de información en internet hizo perder de vista la objetividad y veracidad de los hechos presentados por Blair en sus notas.
Otro de estos casos donde la falta de reportería brilló por su ausencia es el de Stephen Glass, quien estuvo al borde de destruir la credibilidad del medio para el que trabajaba. Inventó parcial o completamente 21 de 40 publicaciones que hizo para The New Republic. Glass era considerado un prodigio a sus 23 años. Pero sus mentiras le costaron caro: fue marginado del periodismo y se vio forzado a cambiar de carrera; empezó a estudiar derecho. Sin embargo, la licencia para ejercer le fue negada hasta en cuatro oportunidades por sus errores del pasado. En el 2012, recién a los cuarenta años, se le permitió desempeñarse como abogado.
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En plena era de la información, la encarnación de la mentira tiene pasaporte italiano. Su nombre es Tomasso Debenedetti y tal vez sea lo único cierto que ha dicho desde su incursión en el periodismo. La fragilidad de los medios digitales ha sido el vehículo por el cual transitó la imaginación y el descaro de este personaje. Él mismo afirma que fue precisamente este motivo por el que suplantó a decenas de escritores a través de cuentas falsas en Facebook y Twitter. Su intención fue aleccionar a la gente sobre los riesgos que existen en torno a internet. Sus acciones aún no le han provocado problemas legales, pero sí que han repercutido en varias partes del mundo.
En enero del 2013, Debenedetti vio un video en YouTube de una operación quirúrgica. El paciente era muy parecido a Hugo Chávez. En aquellos días, la salud del expresidente venezolano estaba en una condición crítica. La expectativa por saber el rumbo que tomaría su país sin él era proporcional a la cobertura mediática de sus viajes a Cuba donde recibía atención médica. En esa coyuntura, el italiano envió la foto a tres agencias de noticias en América Latina. La imagen llegó entonces a manos de una enfermera cubana. Ella le vendió la foto a GtresOnline y afirmó ser quien cuidaba al venezolano. Gtres es la agencia gráfica que mantiene un vínculo con el diario El País de España. Pese a no estar seguros de la fuente, los editores del diario madrileño corrieron el riesgo de publicar en primera plana la fotografía junto a la leyenda: “El secreto de la enfermedad de Chávez”. El resultado: paralización de la imprenta, millones de ejemplares inservibles y la vulnerabilidad al descubierto del diario más importante de habla hispana. Además de este caso, Debenedetti también ha inventado decenas de entrevistas a escritores famosos como Philip Roth, Günter Grass, José Saramago y Mario Vargas Llosa, que han sido publicadas en diarios de su país.
Pero este no es el único impostor del que se tenga noticia. Como antecedente tenemos un caso en América Latina. Nahuel Maciel se hace llamar hasta ahora, pero se sabe que su nombre real es Arquímedes Benjamín. Antes de la aparición de los medios digitales, era más complicado verificar datos o comprobar fuentes. Maciel aprovechó esto para presentar un notable currículum en el cual figuraban colaboraciones suyas en Le Monde y National Geographic. Durante su paso por el diario El Cronista de Argentina publicó entrevistas a Juan Carlos Onetti, Rigoberta Menchú, Umberto Eco, entre otros personajes reconocidos.
“Debenedetti también ha inventado decenas de entrevistas a escritores famosos como Philip Roth, Günter Grass, José Saramago y Mario Vargas Llosa”
Para disipar cualquier duda sobre su avezada labor basta recordar una noche de abril de 1992, en la Feria del Libro de Buenos Aires. Con una prosa ingeniosa creó conversaciones inexistentes con García Márquez. Y como si fuese poco, su imaginación recurrió a Eduardo Galeano para redactar su prólogo. Fue publicado así. Y, obviamente, Galeano ni idea de la existencia del libro. Cuando el fraude fue revelado, nada quedó de aquel victorioso periodista que supuestamente obtuvo entrevistas con los más importantes autores de habla hispana. En vano fue su peculiar habilidad para captar la esencia de renombrados escritores. Al igual que Janet Cooke o Stephen Glass, sufrió las consecuencias de inmediato: perdió su empleo y nadie quiso contratarlo. Cargó con esa cruz por años. Pero a diferencia de los dos primeros, nunca se escondió esperando el ansiado olvido. Siguió cambiando de identidad en varias provincias de su país e incluso en el extranjero. Desde entonces Nahuel Maciel ha sido constantemente retratado por cronistas y reporteros. Y aún continúa siéndolo.
A todos estos periodistas el destino les deparó un futuro sombrío e incierto, donde la huella imborrable que dejaron tras su paso por el periodismo fue y será una constante de la que nunca podrán escapar. Los daños hechos a una labor que se basa en la veracidad y el compromiso ético son irreparables. Pero es ahí donde están los verdaderos periodistas. Reporteros, cronistas, columnistas, entrevistadores y editores. Aquellos que enfrentan esta crisis que padecemos con investigaciones exhaustivas y rigurosos procesos de documentación. Quizá a ellos también se refirió Vargas Llosa cuando dijo que tal vez no todo esté perdido en este mundo imperfecto.