Sacerdote dominico, padre de la Teología de la liberación y profesor emérito de la PUCP. Aquí uno de sus exalumnos recuerda sus memorables clases de moral y filosofía en las aulas de la Plaza Francia.
Por: Santiago Pedraglio
Portada: Archivo PUCP
Las primeras clases de Gustavo Gutiérrez las recibí en segundo año de Letras de la PUCP, en 1964, en el recordado local de la Plaza Francia, cuando él tenía –ahora reparo– 36 años. Fue el primer año de los tres que tuve a Gustavo como profesor. Sus clases eran, antes que nada, sorprendentes. Esta fue siempre una extraordinaria cualidad de Gustavo: su capacidad de sorprender. Mirar lo mismo que uno veía, pero desde un ángulo distinto, planteándose la pregunta que otros no se habían hecho.
Gustavo era, además, persuasivo, polémico; sus clases, ciertamente magistrales, eran una expresión viva de esa otra cualidad: la sorpresa. Apasionado, invitaba a la reflexión, sin dejar de ser un cura católico de alma misionera, que lanzaba sus redes y sondeaba.
El curso de segundo año de Letras era sobre moral; y desde ese terreno desplegaba conocimiento y sembraba interés por la literatura, el cine, la filosofía y, por supuesto, la vida cotidiana en el Perú y el mundo entero. Visto desde otra perspectiva, lograba que todos los acercamientos nos introdujeran al debate sobre la moral.
Gustavo tenía la habilidad de manejarse perfectamente entre lo cotidiano y la reflexión sobre algún escritor, un texto literario o filosófico, una película. En las clases de ese primer encuentro, el de 1964, nos ‘presentó’ a una serie de escritores, todos interesantes, pero en lo personal Camus es el que dejó su huella indeleble: El extranjero, a los 18 años, fue una lectura increíble para mí. También nos sugirió Demian, de Herman Hesse; El cero y el infinito, de Arthur Koestler; El misterio del ser de Gabriel Marcel; El existencialismo es un humanismo de Sartre; y textos de François Mauriac. De los años siguientes me acuerdo en especial de Emmanuel Mounier, impulsor del personalismo, y de Teilhard de Chardin, un jesuita evolucionista, a medio camino entre el pensamiento científico y religioso católico.
Luis Buñuel era uno de sus directores de cine preferidos. En clases analizó en detalle Nazarín, con la pasión que siempre ponía en sus ideas y palabras. Le interesaba, si mal no recuerdo, el tipo de religiosidad tanto del personaje central como del pueblo mexicano.
Tengo la impresión de que, en esos años, Gustavo planteaba en sus clases insumos que posteriormente le servirían para escribir su libro Teología de la liberación (1971). De alguna manera, los autores sugeridos por él hablaban de la libertad, del sufrimiento humano —incluida la pobreza—, de la soledad, de las solidaridad en tiempos normales y en tiempos de crisis, y de cómo el sentimiento religioso de los seres humanos, en particular de los latinoamericanos, se vinculaba con esas emociones y situaciones humanas.
Como es inevitable ante la invitación a escribir sobre aquel tiempo, los recuerdos se agolpan. Recojo acá el primero que se me viene a la cabeza, una pregunta del primer examen parcial del segundo año de Letras: «Explique en qué consiste la caridad según San Pablo». Ya olvidé mi respuesta, pero sé que me esforcé y recuerdo con claridad que, cuando el examen volvió a mis manos ya calificado, al final de la hoja tenía la anotación que yo esperaba: «Quiero conversar contigo». Mis amigos del barrio, un par de años mayores —y también alumnos de Gustavo—, me habían comentado el detalle: «Si te va bien, podrás hablar personalmente con él». Me pregunto ahora, ¿por qué ese interés –esa especie de honor– de conversar personalmente con él? Me imagino que por su empatía, por ese ‘llegar al otro’, finalmente, creo que, por su cálida sabiduría.
La relación con él no se terminaba en el salón de clases: el patio de Letras era un espacio de encuentro privilegiado. Se tomaba su tiempo, invertía en nosotros, sus alumnos. Era un maestro. Ahí intercambiábamos libremente puntos de vista, información, datos de películas, de libros. Los almuerzos eran un complemento para continuar con el aprendizaje. Gustavo vivía en esos años en un convento cercano, ubicado en la calle Camaná del centro de Lima, a dos cuadras de La Colmena y a unas seis de la facultad. Después de ponerse de acuerdo sobre el día y la hora, uno pasaba a buscarlo y se iba a almorzar con él a alguno de los antiguos restaurantes de la zona. No recuerdo los nombres de los lugares ni los menús, una pena; pero sí que esos encuentros al mediodía eran un espacio apropiado para los vínculos más personales. Se hablaba de textos, películas o de política, sí, pero también de vocaciones, experiencias y proyectos particulares.
Ahora que escribo estas líneas sobre él, no hago sino confirmar mi admiración y afianzar mi agradecimiento por todo lo que nos dio durante esos años. Por el tiempo que dedicaba a sus alumnos, por su profundo amor por enseñar, por cuestionar y dialogar, por su agudo sentido del humor. Un maestro de vida.
Santiago Pedraglio. Sociólogo, periodista. Columnista del diario Perú21. Docente de la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación.