En un tiempo hubo periodistas de raza. Se llamaba así a las personas que llevan el periodismo en las venas, obsesionados con llevar la realidad, convertida en noticia, al papel.
Por: Abelardo Sánchez León
Portada: oigaenlinea.blogspot.pe
Puedo mencionar en el Perú a Luis Miró Quesada de la Guerra, Enrique Zileri, César Lévano y César Hildebrandt. En cierta medida, los cuatro han sido emprendedores, han fundado sus propios medios, o los han administrado como empresa familiar. Había en ellos una voluntad por sentar opinión, un enfoque, una perspectiva y una manera de hacer periodismo. Yo voy a desarrollar en este espacio el caso de Francisco Igartua Rovira, más conocido como Paco, fundador del semanario Oiga.
Paco Igartua aprendió y enseñó periodismo en la compañía vital de Doris Gibson, en Caretas, antes de fundar Oiga. En alguna medida, Oiga es hija de Caretas, aunque pronto tomaría su distancia e incluso competiría con ella en el mercado local. Paco Igartua, como todos los periodistas de raza, era un político. Ellos no entienden el periodismo alejado del poder y la indagación. Ciertamente, este punto conlleva un peligro: el poder tiene un aroma cautivador, no siempre se toma la distancia adecuada, pues el poder envuelve, encanta, subyuga. Oiga, en gran medida, es la historia de una revista en relación con el poder: su cercanía a las medidas reformistas del primer belaundismo, su cercanía con el gobierno militar de Velasco y su posterior distanciamiento; su exilio a México, su retorno al Perú y la fundación de Oiga en su segunda etapa.
Para mí la existencia de Oiga fue sinónimo de una publicación combativa durante los años de mi juventud. Un Igartua maduro y un profesional Fernando Belaunde, a principios de la década de los años sesenta, se estrechaban la mano en un gobierno que iniciaba tímidas reformas y se alejaba del estricto ordenamiento oligárquico. Pero es con el gobierno militar de Velasco donde la presencia de Oiga se torna polémica, contradictoria, y revela al periodista en su relación con el poder. Velasco declaró que tenía a sus dos “Pacos”: Paco Moncloa y Paco Igartua. En un primer momento Oiga se alejó de los intereses de una clase social pudiente para defender las reformas del régimen militar. Todos los temas eran, en esos años, candentes: la reforma agraria, educativa, el modelo de propiedad social, la estatización de la prensa escrita y televisiva. Los intelectuales, a su vez, también eran políticos: Mario Vargas Llosa, Juan Ríos, Carlos Delgado, Augusto Salazar Bondy, Alfredo Bryce Echenique o eran entrevistados generosamente en sus páginas o tenían sus propias columnas de opinión. La revista era un hervidero. Predominaba el gusto por la argumentación y la toma de posiciones.
El periodista de raza se mete en los círculos donde el poder se asienta: en palacio, en los gremios empresariales, en los ambientes intelectuales y artísticos. Paco circulaba por todas estas esferas con seguridad, con su porte, con su voz sonora, recurría con frecuencia a Unamuno, a quien citaba en sus editoriales semanales. La columna de Paco, la del director, era una guerra constante. Todo en él se combinaba: su amor a la discusión, a la buena mesa, al vino. A Paco se le tomaba en cuenta porque existía Oiga y Oiga era importante porque tomaba posición. El periodista de raza toma posición, detesta el agua tibia, y no es sordo porque quiere oír, porque necesita saber.
Paco tuvo en su personalidad un indiscutible aire aventurero. Eso quiere decir muchas cosas, y muchas cosas tuvo, pero no existe aventura sin riesgo, sin amor por el juego, por una atracción ciega a lo inestable. Lo suyo no era administrar una gran institución. Oiga no era El Comercio, La Prensa, La Crónica o La República, verdaderas instituciones. Oiga era un revista que solo él insuflaba vida. Ni siquiera era una revista familiar como Caretas. Oiga viviría mientras él estuviese vivo. Y Oiga empezó el lento camino hacia la desaparición durante su segunda etapa, muchísimo más floja, ya sin nervio, sin temple, sin raza. Pero cuando Paco estuvo entero, fue un peleador. Después vivió aislado, con su esposa Clementina, y solía protegerse en invierno con un inmenso poncho de colores rojo y negro y, al final de su vida, soportó con verdadero estoicismo el cáncer.
No olvidaré que mi juventud transcurrió leyendo las acaloradas páginas de Oiga y escribiendo después, a los 22 años, una columna en la sección cultural porque decía él que me vio pasta, madera, esas cosas, amor por la escritura y ojalá por la verdad.