Un cinéfilo en el diario

Doctor en literatura, crítico de cine y docente en la facultad de comunicaciones de la PUCP. Melvin Ledgard ha escrito ensayos y reseñas sobre películas en los últimos treinta y cinco años. En este testimonio comparte su experiencia de lo que aprendió en medios escritos como los diarios La Prensa y El Observador, y la revista Cambio.

Por: Melvin Ledgard
Portada: Rodrigo Moreno


Mi primer acercamiento a un medio periodístico fue al final de mis últimas vacaciones escolares, en algún momento del mes marzo en 1975. Había dibujado por tres años una historieta para contar nada menos que la historia de la humanidad. Acababa de cumplir los diecisiete cuando llevé conmigo un paquetón de sketch book al edificio donde funcionaba el diario La Prensa. Contenían acumulado todo mi trabajo dibujado. Me entrevistaron Raúl Vargas y Mirko Lauer. Con todo ese bodoque de blocs, ese chiquillo interesado en utilizar los periódicos para tratar de difundir conocimientos enciclopédicos al alcance de todos de una manera divertida los debe haber tomado por sorpresa.

Publicaron el material prácticamente todos los días desde el 2 de abril al 2 de septiembre de 1975. Mi papá firmó un contrato por mí. El salario salía a su nombre porque yo era menor de edad. Cada semana iba al periódico a dejarle los originales a publicarse a Alfredo Kato, que se encargaba de una columna de comentarios sobre los programas de la televisión, y él me devolvía los que ya habían publicado.

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La siguiente vez que trabajé en un periódico fue a fines de 1981. Hasta 1979 había estudiado Comunicaciones en la Universidad de Lima y me hice amigo de Isaac León Frías, el director fundador de la revista Hablemos de cine. También conocí a Federico de Cárdenas y nos hicimos grandes amigos. Justo antes de que acabaran los años setenta comencé a asistir a las reuniones de la revista.

En 1979 me trasladé a la Universidad Católica con la idea de especializarme en literatura. “Tienes que conocer a Cisneros”, me había dicho un profesor del comité que evaluaba mi traslado de universidad y así pasé a ser uno de sus jefes de práctica para sus cursos de Lengua. Luis Jaime Cisneros me invitó a participar en un periódico que le habían ofrecido dirigir que llamado El Observador. Así que mi siguiente trabajo en un periódico fue en 1981. Una de las novedades del diario eran sus páginas a todo color, pues entonces la mayoría de los periódicos era en blanco y negro. Ya había un crítico de cine designado para el suplemento dominical: Federico de Cardenas. Ahora éramos colegas. Si bien yo también escribía artículos sobre cine, muchas veces eran semblanzas de actores o directores, repasos de sus filmografías con breves comentarios críticos de lo que me parecía mejor o peor de ellas; no quería cruzarme con las críticas dominicales de Fico.

En algún momento de 1982, se decidió que el periódico iba a tener dos cuerpos y que el segundo iba a estar enfocado en un tema distinto cada día de la semana. Los jueves iban a ser para espectáculos y me convertí en el editor responsable de un suplemento semanal especializado en cine de ocho páginas, generalmente sobre los estrenos en la cartelera limeña. Yo iba a las distribuidoras de las grandes productoras estadounidenses por los alrededores de la Plaza San Martín a recoger las diapositivas y la información que enviaban de las películas. Me ofrecían funciones privadas a las que terminé por tenerles fobia porque extrañaba las salas con público. Atragantarse del material de estrenos no era una dieta cinéfila muy saludable. Firmaba solo algunos artículos pero escribía muchos otros, pues quería que los lectores imaginaran que estaba al mando de un grupo de colaboradores. Pero también lo hacía porque me daba un poco de vergüenza dedicarles espacio a algunas películas que no me gustaban.

El Observador tuvo una colorida y rápida evolución. Cuando el empresario que lo financiaba dejó de estar al frente, el diario se convirtió en una cooperativa de los trabajadores. La mejor parte de eso fue que pudimos hacer experimentos. Me di el gusto de publicar una historieta semanal. La accidentada vida de El Observador se truncó antes de que la década alcanzara su primer lustro.

En 1983 junto a Paul Schrader, guionista del thriller Taxi Driver (1976), la célebre película de Martin Scorsese y protagonizada por Robert De Niro. Foto: Archivo Melvin Ledgard.

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En 1986 ingresé al semanario Cambio. En los créditos figuraba como redactor principal pero en realidad era el encargado de editar toda la sección cultural. Tomé la oportunidad como un modo de escribir sobre otros temas distintos al cine, tema del que generalmente escribían Francisco Adrianzén y Rogelio Llanos. Entrevisté a un montón de escritores aunque solo publiqué un puñado de entrevistas que incluyeron al chileno Enrique Lihn, el cubano Miguel Barnet y el salvadoreño Roberto Armijo. Antonio Cisneros organizó un ciclo llamado Los poetas frente al público en el que dio oportunidad de dar recitales a prácticamente todos los poetas importantes que había entonces. Al comienzo Toño escogía algunos poemas y me los entregaba con una pequeña introducción. Ir a recoger ese material del instituto y conversar con él semanalmente fue una de las mejores partes de mi trabajo. Escribí sobre una gran variedad de temas incluyendo críticas a obras de teatro, a alguna novela de Vargas Llosa, a un concierto de rock subterráneo en Acho, a un concierto de Alicia Maguiña, sobre una retrospectiva de acuarelas de Pancho Fierro y temas de política cultural. No me puedo quejar de la libertad que me dieron.

Sin embargo, el proyecto de Cambio estaba mucho más radicalizado que yo, en un sentido de activismo y militancia del que yo carecía, o me parecía aburrido, así que me alejé. Escribí más de cine todo el resto de los ochenta en otros diarios y revistas pero a partir de los noventa me dedicaría exclusivamente a lo académico en Estados Unidos. Cuando regresé a Lima en 1999, publiqué críticas de cine de manera regular en la sección Luces del diario El Comercio de agosto de 1999 a abril del 2003.

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¿Qué me quedó de toda esa actividad periodística? Me quedó habilidad para escribir artículos con números específicos de palabras y un cuidado especial por no desperdiciar tinta. Pero sobre todo, me queda el recuerdo del 26 de enero de 1983 cuando ocurrió la masacre de Uchuraccay. Laboraba en El Observador y estaba acostumbrado a ver con frecuencia a dos de las víctimas: Jorge Luis Mendivil, quien sobre todo cubría noticias internacionales, y al fotógrafo Willy Retto. Trabajé con ellos en el mismo edificio de la avenida Sanchéz Carrión en horario de oficina entre 1981 y 1982. Me es suficiente escribir sus nombres para tener la sensación de haberlos visto apenas ayer. Cuando el 18 y 19 de junio ocurrió la masacre de El Frontón, yo escribía para Cambio. El impacto de ese incidente se sintió con particular intensidad aunque no conociera a todos los fallecidos